“Cuando uno está en el torbellino vos te agarrás del bote tratando de no caerte, pero cuando llegás al remanso ves el paisaje y es hermoso. El camino de la adopción y la paternidad es lo mismo. Cuando los chicos juegan al handball ves cómo disfrutan, cómo interactúan con los compañeros o, en las vacaciones, los logros que van haciendo. Vos decís ‘valió la pena’ y quizás en algunos momentos del día es un quilombo, pero cuando eso pasa, decís: valió la pena”.

Cuando habla Jorge no puede evitar emocionarse, Graciela tampoco. Son días de tornados y tormentas perfectas que ya pasarán, pero que forman parte del camino de la maternidad y la paternidad, un viaje hermoso que decidieron emprender juntos hace seis años cuando decidieron completar su familia a través de la adopción.

Jorge Ortiz y Graciela Montoya son los padres de cuatro hermanos que encontraron una segunda oportunidad y hoy transitan con ellos los desafíos que enfrenta el vínculo familiar y el volver a confiar. 

Esta historia tranquilamente podría ser parte de un guión de cine. Jorge y Graciela se conocieron hace 13 años gracias a un cura y una monja en un viaje de vacaciones por la Patagonia. Oriundo de Neuquén, y nacida y criada en Rada Tilly, ambos vivían su vida en soledad, abocados a sus profesiones como docente y kinesióloga hasta que en unas vacaciones coincidieron gracias a sus amistades.

Cuando lo cuentan ríen. Aseguran que es otra historia y todo fluye. “Nos conocimos en la cordillera, en Junín de los Andes”, comienza explicando Graciela. “Somos personas de fe y andábamos de vacaciones. Fue un poco providencia de Dios. Como la mayoría de las personas de fe en la Patagonia algo siempre tiene que ver con el espíritu de Don Bosco, María Auxiliadora, los salesianos, y nos conocimos por una amiga en común”, agrega.

Jorge escucha, ríe y en la pausa toma la posta. “Un día mi amiga me dijo ‘te voy a presentar a una chica que conozco’, ‘¿De dónde es?', pregunté. Me dijo ‘de Comodoro’, y le dije ‘Presentámela, total, no la voy a conocer nunca’. A ella le dijeron lo mismo y en unas vacaciones de verano yo me iba con mi amigo a la fiesta del puestero en Junín y me manda un mensaje mi amiga la monjita preguntándome si estaba en Centenario. Le digo ‘mirá, me voy para Junín’ y me dice ‘Nosotras estamos acá’ y así empezó todo”.

Ese primer viaje en una ciudad neutral fue el punto de encuentro, el primer contacto de un vínculo que en tiempos de Messenger y un incipiente WhatsApp, continuó a través de los chat en computadoras de escritorio. La conexión estaba, y un viaje a Puerto Madryn lo ratificó. Luego vino Comodoro y más tarde Neuquén, un ida y vuelta que continuaron durante un año hasta que decidieron vivir juntos. 

Pero había que tomar una decisión y había dos opciones: Rada Tilly o Neuquén, y la segunda parecía la mejor alternativa. Así, Graciela se mudó a Centenario e iniciaron su vida en familia. 

Graciela y Jorge en sus primeros años de pareja. Se conocieron gracias a un cura y a una moja en un viaje de vacaciones.

EL DESEO DE SER PADRES

Ambos eran adultos cuando decidieron vivir juntos y tenían bien en claro lo que querían. Así, una vez que lo concretaron comenzaron otra búsqueda: el camino de la paternidad y la maternidad.

“Para nosotros fue todo un caminito de búsqueda", explica Graciela. "En un momento hicimos algo de tratamiento y también decidimos abrir las puertas y pensamos en la adopción. Le pedimos a diosito que nos diga de qué manera quería que seamos familia, pero sabíamos que el tiempo de ser familia era ese”.

En 2014 decidieron inscribirse en el Registro Único de Adopción de Neuquén, el RUA, abiertos a todas las opciones posibles. Jorge recuerda ese día y detalla alguna de las respuestas que eligieron cuando llenaron el formulario como adoptantes. “Estábamos dispuestos a cualquier situación. Adoptar hermanos, pueden ser 2 o 3, me acuerdo que edades pusimos 10 o pueden ser más. No armamos un paquete cerrado”. 

Lo que dice Jorge es el ejemplo de lo que a contrapartida sucede en diferentes puntos del país. En muchos casos, y no se trata de juzgar sino de contar, quienes adoptan prefieren que sus hijos sean bebés y que no tengan hermanos. Sin embargo, ellos no tenían filtros, solo querían ser padres y formar una familia. 

Al poco tiempo que se inscribieron recibieron el llamado del RUA y su petición fue evaluada, ingresando a un largo listado de posibles padres adoptivos. 

A la distancia, recuerdan que tuvieron una primera convocatoria, pero por distintas razones el proceso no prosperó y en 2017 el teléfono volvió a sonar. 

“En esa primera reunión nos plantearon la condición de adoptabilidad de los chicos", recuerda Jorge. "Que eran cuatro hermanos, qué les gustaba. No nos dijeron sus nombres ni sus edades ni vimos sus fotos. Pero nos dieron un tiempo para pensarlo y decidir si avanzábamos con la vinculación. Lo pensamos desde que salimos de ahí al viernes y el lunes dijimos que sí”.

Jesús (16), Jeremías (15), Alexander (12) y Jazmín (11) tenían en ese entonces entre 4 y 10 años y estaban en un hogar hace un año y medio tras haber sido separados de su familia de origen por disposición de la Justicia neuquina.

El 20 de septiembre de ese 2017, Jorge y Graciela se encontraron por primera vez con los chicos y tres meses después se fueron a vivir con ellos. “El proceso siempre fue progresivo”, admite Graciela con una sonrisa. “En ese primer encuentro en el RUA llevamos cosas para jugar, para dibujar, para hacer arte, una torta y fue todo muy natural. Estuvimos una hora y media con los chicos y en el segundo encuentro nos dejaron ir a una plaza que quedaba a dos o tres cuadras”. 

“Después fue un parquecito que quedaba a cuatro cuadras”, agrega Jorge, “y un día se quedaron hasta la tarde en casa, otro día se quedaron a dormir, después el fin de semana, hasta que llegó un momento en que dijimos ‘basta’, porque era incómodo compartir un rato y después dejarlos en el hogar, e insistimos que el primero de diciembre vinieran con nosotros”.

Finalmente esa fue su primera navidad juntos. Luego llegaron los viajes, el cambio de DNI y el desafío de la convivencia con todo lo que ello implica. “Desde un primer momento fue todo muy fácil, pero es todo un desafío. Enseñarles a convivir como hermanos, a tener una situación de una mamá y un papá mirándote. Tenemos para escribirte un libro de anécdotas”, dice Graciela.

“Ellos tuvieron que volver a confiar en que hay adultos en que pueden confiar”, agrega Jorge. “Y no sabemos cuándo van a tener la certeza total porque para ellos también es un esfuerzo saber que ahora tienen otra familia, que aparecen otros abuelos, otros primos. Todo eso internamente también moviliza y también hay nuevas pautas de vida, desde el sentarse en la mesa hasta las cosas de todos los días”.

Graciela y Jorge junto a los chicos en aquellos primeros tiempos.

Jorge y Graciela admiten entre lágrimas de emoción que su vida cambió un 100%, pero por suerte nunca les faltó nada. “La providencia es grande siempre, la generosidad de todo el mundo, la red familiar también es muy importante”, dice Graciela agradecida. “Obviamente están todos re felices con los nuevos primos. Los chicos también, ellos todo el tiempo juegan, son creativos”.

La entrevista va llegando a su fin. Hablamos de familia, de amor, de paternidad y Jorge no duda en afirmar que la adopción “es un camino para ser padres tan válido como otros y es gratificante más allá de las dificultades”.

“Como todo camino de ser familia tiene mucho de entrega. Pero es un camino posible y va a cambiar las vidas tanto a los padres como a los hijos”, dice con orgullo. Graciela coincide. “Es un camino re lindo, agotador pero gratificante. Es re lindo ir descubriendo sus personalidades, viendo que ellos tienen la posibilidad de elegir y que se van apropiando cada uno de sus espacios en la casa y como personas. Eso es re gratificante, re lindo”.

Los chicos junto a sus primos de Rada Tilly.

Por supuesto, en este camino familiar hay miles de anécdotas. Como el año que viajaron por primera vez a Rada Tilly y los chicos conocieron el mar. Su duda sobre el agua salada y su deseo de probarla hasta que lo hicieron y obviamente no les gustó. También aquella vez que fueron con sus primos a comer hamburguesas a un shopping y cuando bajaron de los autos perdieron a Ale, quien estaba encerrado en uno de ellos esperando que le abrieran.

“Era como ‘Pobre angelito’”, recuerda Jorge entre risas. “Ale estaba sentadito en el asiento de atrás mirando por la ventana. Después me peleaban que le iban a decir a la jueza”.

Y lo cierto es que aquel día que tuvieron que enfrentar a la jueza y contarle cuál era su decisión llegó y Alexander no contó nada. El que sí lo hizo, entre risas y bromas, fue Jorge. Finalmente todo terminó en carcajadas entre los padres y los hijos, ya eran una familia.

El día que los chicos conocieron el mar en su primer viaje al sur de la Patagonia.
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