Las finales se juegan. El lugar común impone que las finales se ganan. No es más que eso, una frase tirada desde afuera nunca por protagonistas. Está claro que los méritos se corren luego al ver los festejos del campeón. Pero alcanzar ese momento requiere de planificación, concentración y ejecución. La duda era, hasta minutos antes del partido, la titularidad de Angel Di María. Cada opción generaría un punto fuerte y otro flaco. Eso es lo que ha deliberado el cuerpo técnico: el límite entre protegerse pero no perder peligro propio, el equilibrio. Lionel Scaloni y compañía se ganaron el crédito.

Francia es un equipo repleto de virtudes. No necesita dominar para convertir. Puede manejar la pelota como también retrasarse y explotar los espacios. Se sobrepuso a bajas muy sensibles y consiguió, en esos puestos, a algunos de los mejores valores del Mundial: sobre todo, Aurélien Tchouaméni y el retroceso de Antoine Griezmann, cada vez más útil. Tiene velocidad, desequilibrio, físico y, obvio, la explosión de Kylian Mbappé. Aquí vale una frase soltada en intimidad por un integrante del cuerpo técnico argentino: dialogando sobre la variedad de recursos del rival, se limitó a recordar “nosotros también los tenemos”.

Los recursos son interesantes de recordar. La personalidad de Dibu Martínez. La evolución de Nahuel Molina. La presencia de Cristian Romero. La fortaleza de Nicolás Otamendi. Las condiciones de Lisandro Martínez. El despliegue de Marcos Acuña. El corazón de Rodrigo De Paul. La calidad de Leandro Paredes. La clase de Enzo Fernández. El repertorio completo de Alexis Mc Allister. El desequilibrio de Angel Di María. El sacrificio efectivo de Julián Alvarez. La potencia de Lautaro Martínez. El liderazgo de Lionel Messi. De eso se trata una selección que, con la suma de las piezas, se convirtió en un verdadero equipo. Tiene jugadores que rinden mejor con esta camiseta que con la de sus clubes; prácticamente todos, en realidad. Una selección que se armó del vestuario hacia el campo de juego, consiguió nivel y resultados, y luego, lo más sagrado que puede conseguir un equipo: la identificación del pueblo que la sigue.

El reconocimiento quedará, pase lo que pase. Pero con un solo resultado positivo más, ese reconocimiento se transformará en euforia, en algo así como un estallido popular. En otra jornada de emoción. Depositamos en el fútbol más de lo que deberíamos, se sabe. No es momento para analizarlo. Sí para afrontar las horas, sentir, sufrir, ojalá festejar y esperar que, a las 2 de la tarde de nuestro querido país, el grito sea sólo uno. Otra vez, que así sea.

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