En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color, del cristal con que se mira”.

Juan lo mira con cara de pocas pulgas. Es un maltés pequeño, pura inquietud, pura energía. A Juan le pone los pocos pelos de punta cuando se le da por ladrar de improviso. Se lo regalaron entre hijos y nietos a Lola, que es la esposa de Juan y es en esta casa la que quiere a los perros.

Juan Antonio Sánchez López • Rojillo

Colita entra en la pileta de la cocina con holgura. Lola lo baña mientras Juan conversa en la otra punta del salón. Sentado en su sillón. Está colorido el jardín que los abuelos cuidan en el frente de la casa. Están grandes los plantines, en el cantero que Juan labra en el lado del este. Su pequeña huertita. Cultiva tomates. De hasta 700 gramos le salieron el verano pasado. Y al frente lo embellecen geranios, claveles, conejitos, lavandas y periquitos o san pedros, que son esos que se abren de noche y se cierran a media mañana. Un lujo de este paisaje doméstico de Rada Tilly. De España trajeron las semillas. “Allá salen de todos los colores”. Dolores dice que no entiende: acá solamente salen violetas.

La mañana de la primera entrevista hacía frío y Juan estaba con sus recuerdos todos virados para el lado de la guerra. Era invierno. La tarde de hoy es tibia y luminosa. El verano despunta en Patagonia. Comparten cerveza y sandwichitos, y Juan está animado y Lola apunta con alegría.

Versos

En su pueblo, de niño, al protagonista de esta historia lo llamaban “Juanico el rojo”. O “Rojillo” a secas. Una vez un teniente casi le arranca la oreja cuando escuchó cómo lo llamaban. “No permita que le digan así”, le gruñó el fascista al pobre Juanico, que no tenía la culpa de ser rojillo. Su madre y sus siete hermanos también lo eran: todos pelirrojos. Y según le contaron, también su abuelo materno. El no lo conoció, pero sí al abuelo paterno. De él heredó este gusto por los dichos, las rimas y los versos. Ahora mismo recuerda uno que le contó, sobre un hombre, también de Almería, al que cruzando un puente cualquiera, el viento le arrebató su sombrero: “te compre de mala gana y así mismo me has salido, tienes la felpa muy mala, te ves nadando en el río y hasta los vientos te ganan”.

Son versos que se iluminan de pronto en su memoria y echan luz sobre los recuerdos próximos. Así transcurre en una segunda entrevista, lanzando anzuelos al pasado. “¿Qué hora es?”, le pregunta el recuerdo que llega y Juan, respondiéndole exclama: “que gran tontería es, estando el reloj tocando, preguntar qué hora es, si usted lo puede ir contando”.

“En el pueblo mío había un reloj de cuatro esferas en la torre de la iglesia. Esferas de porcelana. Yo le he dado cuerda de monaguillo. Hay que darle hasta subir las pesas, que luego despacio van bajando. Dura una punta de semanas. Desde los cuatro barrios pueden ver el reloj y se escuchan las 12 campanadas. De noche el reloj se ilumina. Es la iglesia de San Sebastián, del excelentísimo ayuntamiento de Lucainena de las Torres, en la Provincia de Almería”.

Dicen que pasamos la mayor parte del tiempo a salvo del tiempo. Que nuestro reloj interno marcha en un continuo. Que somos de una edad indeterminada. Que lo que cambia es el cuerpo: el elemento que nos sujeta a esta forma de existencia finita. Porque para nuestro adentro, para la luz que nos mantiene encendidos, el tiempo es una invención, una ficción, un capricho del hombre, un intento de dominar el misterioso curso de la vida, que a todos transcurre todavía, entre misterio y misterio.

Capaz que es por eso que Juan mira con esta gracia de pibe. Tiene en los ojos eso de picardía, vitalidad y entusiasmo. Pero tiene noventa y un años don Juan Antonio, que vino de España a Kilómetro 8, a trabajar de peluquero, cambiando el fusil por la tijera, con no pocas escalas de por medio.

Una expresión alegre le baña la cara cuando se le van los ojos a pensar esos paisajes, sucesos pasados… De vez en cuando, todo su ser queda en suspenso. Es un hombre pequeñito, de un humor robusto y una memoria enorme, fuerte y valerosa, en la que guarda cientos de versos. Poéticos, picarescos o elevados. Los viene trayendo de España. Los guarda hace más de 60, 70 años o más.

Hay en aquella iglesia de su pueblo una imagen muy hermosa de la Virgen de los Dolores. Y así es como se llama su esposa. Grao Ayoso se apellida. Nació el 10 de octubre de 1928 en la provincia de Córdoba, también en Andalucía. Lleva más de 60 años casada con Juancito, que nació el 6 de octubre de 1920, “a las 11 de la noche”, según le dijo la madre.

“Son rusos mis apellidos –comenta de pronto—. Me llamo Juan Antonio Sánchez López”.

Lola se ríe de las ocurrencias de su “viejo”, que irrumpe de pronto en el silencio y hace aletear otro verso, con su acento bien andaluz y un estilo muy característico, concentrado, refinado: “en este mundo de mierda, sin cagar nadie se escapa, caga el rico, caga el pobre, caga el obispo y el papa”.

-¡Hombre! —lo reprende Lola— No digas esas palabras.

-Pero coño. Si está cagando. ¡¿Quieres que no diga mierda?!

“Las mujeres son las malas, que en el hombre no hay engaño, se sacuden la chaqueta, salta el polvo y queda el paño”.

Juan ahora tiene cano el poco cabello que le queda. Pero era pelirrojo. Y usaba bigotes. Siempre muy prolijos. Los sigue usando. “Y boina también lleva desde siempre –cuenta Lola—. En Barcelona no, porque estaba muy joven. Era muy lindo mi viejo. Y las manos… las tenía de suaves…”.

-”La vida es sueño y los sueños, sueños son”.

-¿Ustéd leyó a Calderón de la Barca?

-Yo no tenía mucho tiempo para leer. Hice hasta sexto grado. Pero sé que “la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Eso dijo Calderón de la Barca.

-Y usted también cree en eso.

-Yo creo que sí. Imagínate: si llego al 6 de octubre… Ya cumplí 91 años. Nací el 6 de octubre de mil novecientoooos…

-¡Veinte! –apunta Dolores.

El sentido de la complementariedad se afina con el tiempo y es muy simpática una pareja a estas alturas. Ella siempre está alcanzando la palabra que a él súbitamente se le esfuma de la punta de la lengua. Le hace de ayuda memoria y él deja que su apuntadora lo apunte todo, se anticipe a los remates, se superponga a sus pausas. Los esposos y el dulce tintinar de sus lazos.

-Del 20, sí. ¡De 1920! –dice Juan, como si fuera obvio—. Nací en Lucainena de Las Torres, provincia de Almería. Era un pueblo. Un pueblo de fondo minero. Ahí estuvimos con mi madre, con mi padre. A mi padre lo destinaron a Vera cuando se terminó la mina, otro pueblo de Almería. Fue a la central eléctrica. Empresa Fuerzas Motrices Valle de Lecrín. Era ya un pueblo más grande, y más bonito. El mar está cerca. Paellas. Clima muy lindo. Poco invierno. Ya era otra cosa. Naranjos y limoneros. Buenos hoteles.

El acento, el temperamento y los modos de la relación de estos abuelos españoles son divertidos para acompañar con café esta mañana de invierno soleada sobre Rada Tilly. Hijos y nietos de Juan y Lola los trajeron para que estén más cómodos acá en la villa, más cerca, en una casa bien equipada, sólo para ellos.

-No me queda nadie. Nacimos siete (hermanos) en mi casa… Quedo yo solo. Yo no tengo un primo hermano, un primo segundo, un primo tercero. Un sobrino carnal de mi familia. Por mi lado nadie. Quede solo yo.

-Pero primos segundos sí tienes. La Dora, la Trini, Martín, Angelita… Sí que tienes.

-Bueno, pero son lejanos. Lejanos. Hermanos no me queda ninguno. Los conocí acá, pero no nos tratamos mucho.

Él era el cuarto de los hermanos. María, Lola, Pedro y Juan Antonio… A la segunda, después de que los padres murieron, la trajo a Comodoro, para darse compañía en los últimos años.

-Pero yo les gané a todos –dice Juan, que tiene un humor a prueba de lutos—. Hasta a mi bisabuela Eufrasia le gané, que murió con 84 años… La conocí y todos los días cuando iba al colegio pasaba a saludarla. Le daba un beso y me tocaba desde los pies todo el cuerpo para arriba hasta la cabeza y me decía: ‘hoy has crecido un poquito así’…

Estaba ciega la señora pero no era que fabulara. Es que Antonio, que sigue siende petiso, crecía, pero no visiblemente. Él seguía contento su camino con el saludo de la bisa. Su papá también andaba por el metro 65, pero a diferencia de él, era gordito.

-Hasta los 11 años nada más estuve en el pueblo que nací y de ahí nos fuimos a Vera y ahí estuve hasta los 16, 17, porque ya me llevaron a la guerra.

-Pero antes de llegar a la guerra cuénteme de la infancia...

-¡¿La infancia?! Tuve poca. La disfruté poco la infancia mira…

Vera

- Ahí aprendí a peluquero, con mi maestro, se llamaba Ginés Cervantes. Fui a una peluquería y estaba mirando cómo se cortaba el cabello. (Dejamé que estoy hablando de mi oficio) Hacía de mozo, de cadete. Empecé enjabonando a los clientes, y luego daba la crema cuando ya estaba afeitado, y peinado. Los clientes me tomaron simpatía. “Aféitame Juanico”. Le gané al maestro. Tenía la mano muy suave. No sentían la navaja. Hacía unos bigotes deliciosos. Fui entrando así. El alcalde se afeitaba conmigo. El gerente del banco central, que estaba al lado de la peluquería. Me daban una propina muy linda, porque el sábado es día de feria. Había que repartir la propaganda del banco central, y me daba la propaganda para que yo lo repartiera y me pagaba dos pesetas, que era moneda de plata. Yo iba por el mercado y no desperdiciaba ninguna propaganda, hasta las 12 iba a la peluquería. Baltazar Giménes. Buenos clientes. Me hechó el maestro porque le pedí mi sueldo. Me dijo que era joven. Quédese con su peluquería que yo me voy. Me fui me compre mis herramientas y me dedique a trabajar. Y me denunció. Yo dije que no cobraba nada. Los peluqueros sacaban las muelas. Sin autorización ni inyección. Yo preparaba la máquina con las herramientas. Tenía un salón aparte. Preparaba todo, desinfectaba, cobraba y no me daba nada. Llegó a cansarme. 12 años. Yo me puse pantalón largo para ir a la guerra. Tenía los pelos colorados en las patas y no se notaban. Cuando estaba en el ejército y vine de vacaciones a la feria, fue a buscarme porque en la ingle le había salido un forúnculo, y no podía trabajar: ¿podés entender? “Usted no se lo merece, así que muérase”. El hijo fue a buscarme: “Juanico, mi padre no se lo merece, pero hacélo por mí”. Entonces fui. Es la semana que son las fiestas mayores del pueblo. “Lo que ganes es para ti”. Terminaba a las 12. Y de ahí a bailar. Cuando terminé de trabajar me llamó para que le diera la mitad. Y yo…

Revolea su mano en el aire.

-”¡Téngala!”. Si no se aparta le rompo la cabeza con la bolsa de monedas… Estaba en un piso de arriba. Ahora todo el edificio es de él. Había venido de los Estados Unidos lleno de plata.

Esa tarde Juanico volvió llorando a su casa. Pero el hijo del maestro fue detrás, a devolverle la plata.

-Y cuando vendía la peluquería me llamó otra vez. Mira si el tipo me quería…

-Sí. Te quería explotar—dice Lola.

-”A mi me das 25 pesetas todo los días y suficiente”. “Yo de usted no me fío nada, quédese su peluquería y váyase hasta donde Dios lo quiera llevar”. “Pero Juanico”. “Ni Juanico, ni Perico, ni Antonico… Métase su peluquería donde quiera”.

Ahora, de pronto. Juan hace profunda su voz y más pausada… Es un narrador dramático.

-Porque vino la guerra—respira profundo— Y ya vino la miseria. La guerra civil española. Y ya a los 17 años me llevaron. Y cuando terminó la guerra estuve preso en un campo de concentración. Y cuando me dieron la libreta me vine a mi casa. Y a los 2, 3 meses me llevaron a África: me tuvieron 4 años haciendo la milicia…

-¡Guau!

-Pero ahí fui cocinero... Y estuve bien.

Guerra. Campo de concentración. África. Milicia.

-Ahí sí. En la guerra sí sufrí mucho. Preso en un campo de concentración se sufre mucho. Dormíamos arriba de la bosta de las chiva, con bolsas de arpillera... Semidesnudos… Te comían las pulgas… Yo de chico estuve en el Partido Socialista, pero porque estábamos todos. Tenía que estar… Por mi en qué partido voy a estar si lo que me gustaba eran las chicas... Ahora ya no, pero si habremos bailado nosotros en Comodoro…

Lola, que es cordobesa, “cordobesa de España”, sigue con atención el relato de su marido y sus enredos.

-Estuve en las trincheras. En la primera línea. Primero en un campo de entrenamiento, donde te enseñan a manejar un arma y todo. Yo estaba en el Ejército del gobierno republicano. Yo tuve que pelear contra Franco en la Guerra Civil. Nos llevaron a un campamento en Granada y de ahí estuve en el frente. Al enemigo lo tuve en frente, españoles también. Nos separaba un río. Castillete es el nombre de esa posición. Ahí estuve. Y bueno, ahí terminó la guerra y caímos todos presos, y hasta que me dieron la libertad pasé unos cuantos meses.

Juan de pronto lanza expresiones estridentes. “Rojillo hijo de puta”, dice que le gritaban, del otro lado del río. Y de pronto susurra. Es rica en matices su oratoria. Es un narrador experimentado. Sobrio y expresivo.

-¿Y cuánto tiempo estuvo combatiendo?

-No. No. En combate no estuve, porque yo fui enfermero, sanitario. Así se llamaban.

-Pero estuvo en el frente…

-Ráfagas de ametralladora pasaban todo los días por arriba… Y mataban.

-Pero ustedes no atacaban—le recuerda Dolores, suavemente al marido.

-¿¡Eh!?—pregunta él, ruidosamente.

-Pero ustedes no atacaban...

-… a un compañero nuestro, que fue a buscar agua al río: lo mataron. Pero no, no. Nosotros no atacábamos. Estábamos en un frente tranquilo. Primero estuve en un campamento donde éramos 18 mil. El campamento de Viator, en Almería. Ahí me llamaron como a todos los de la provincia y de ahí nos distribuían. No me dieron ropa ni nada. Con lo que llegué de mi casa estuve unos cuantos meses. Me da vergüenza… Había de todo para comer pero lo preparaban mal. El pescado lo preparaban con tripas. A propósito, para generar malestar. Tomábamos leche porque había chivas. Los cabreros pasaban por el campamento. Una vez al cocinero lo metieron dentro de una paellera grande llena de moscas. En plena calle. La gente que tenía que comer lo había metido al cocinero en la sartén y el teniente Castillo llegó y le empezó a dar bofetadas… A tipos de más de 30 años…

Cuando el ejército se llevó a Rojillo, su madre, de apuradas, le hizo su primer pantalón largo.

-Un día voy a un comandante que había ahí, que le faltaba un brazo, encargado de muchas cosas. ¿Qué deseaba?”. “Venía ver si me daban siquiera alguna alpargata. Mira cómo voy”. “¿Dónde estás trabajando tu?”. “En ninguna parte”. “¡Fuera de acá!”. “Mire compañero”. La palabra era compañero. O camarada. “Mire compañero. A mi me han traído a la guerra pero no a trabajar”. “Fuera de acá”. Entonces me fui y me anoté a trabajar, a pico y pala, en los refugios, para cuando viniera la aviación. Refugios de 11 metros de profundidad, con galerías. Un día viene el comandante de visita y me vio ahí trabajando descalzo… Y en cal-zoncillos. Me mira. Anota. Y después me dan la ropa y unas alpargatas, de esas con cintas negras, que abajo son de cáñamo. Ya por lo menos estaba mejor, pero trabajar a pico y pala, con comida mala, es jodido ¿eh? Es jodido.

En su pueblo, de niño, al protagonista de esta historia lo llamaban “Juanico el rojo”. O “Rojillo” a secas. Una vez un teniente casi le arranca la oreja cuando escuchó cómo lo llamaban. “No permita que le digan así”, le gruñó el fascista al pobre Juanico, que no tenía la culpa de ser rojillo. Su madre y sus siete hermanos también lo eran: todos pelirrojos.

Cocinero

Eran soldados vestidos de civil los soldados de la república. Hombres de 17 a los 50 años. “Todos bajo las armas. Así nomás”.

-Y bueno. Entonces. Me llegó un brigada a decirme: “muchacho, ¿tu te comprometerías a hacerle comida a estos 40 hombres que trabajan?”. “Y bueno”. Yo no había hecho de comer nunca, pero “bueno, puedo hacerles de comer’”. Y cómo comían. ¡Cómo comían! Ese hombre se ve que me tomó cariño y un día me pregunta: “¿a ti no te gustaría ser telefonista en la comandancia?”. “¡No, no. No se lo lleven al chiquillo que cocina tan bien!”, decían.

Entonces Irrumpe Colita, con su ladrido estridente y Juan da un saltito en su sillón petiso. “¡Llévatela lola! –grita— Pásale el cepillo”.

-A mi me tenía un teniente con él, que me quería mucho, y no quería que fuera a las trincheras. En la comandancia. El teniente Castillo. Siempre voy a recordarlo. Fue como mi padre. Pero a este hombre lo ascendieron a capitán, jefe de toda la costa del Mediterráneo, entonces me quedaba huérfano yo ahí. Ahí fue que me dijo: “mira, te voy a mandar al frente donde estuve yo, que es un frente tranquilo y la vas a pasar mejor”. Ese día salimos en cuatro ómnibus para allá. Nos dejaron tirados en un pueblo hasta que amaneció y nos fueron distribuyendo. A mi me mandaron al frente de la provincia de Granada. Me encontré con el de ahí y le di la tarjetita que me había dado el capitán. La leyó, me miró, la leyó, me miró… Y se la metió en el bolsillo… Me dieron un fusil, dos pistolas: una 19 largo y otra de 6,35. “Esta la llevas, por si te ves apurado que te van a matar, pues matarte tu antes”. Esa era la consigna. No te estoy mintiendo. Esas son las consignas que te dan… Gracias a Dios estoy vivo. Bueno. El fusil, el machete, la careta anti-gas, las pistolas esas, como cien balas. Sabes lo que pesa eso para alguien así como soy yo. Y yo le dije. “¿No tiene usted un cañón?”.

-Pero no eras tan chiquito Juan... Que eras normal…

-Las trincheras de ahí quedaban a 3 kilómetros. Iba yo cargado que no podía ser… A los dos días me llaman. Ese mismo señor. “Entregue lo que se le ha dado… Menos la pistola”. “¡¿Por qué?!”. “Por si la tiene que usar, para usted mismo. Quédesela… Sabemos que es peluquero”. Porque yo en el campamento cortaba el pelo también. Antes de ir ahí. Yo soy peluquero desde los 15 años. En una peluquería aprendí. El caso es que me dijo que entregara todo eso y yo le dije: “a mi no me gustaría ser peluquero”. “Tiene 3 opciones”, me dijo. “Peluquero, miliciano de cultura”, que era enseñar a los que no sabían leer y escribir, “o sanitario”.

Juanico eligió ser miliciano de cultura y se puso a alfabetizar camaradas. El suyo era un frente tranquilo. De unos 60 hombres ocultos en cuevas.

“Tápense las cabezas”, nos decían siempre. “Porque te dan en la cabeza y te matan, si te dan en el cuerpo te pueden dejar vivo”. Esa era la consigna.

- ¿Y por qué no peluquero?

- En la guerra no. ¡No! No sabes los piojos que había. Y te daban una botella de agua para todo el día... No, yo no. Pero como vino después un maestro de escuela, se hizo cargo de eso, y yo entonces me pasé a sanitario. Era enfermero, con 6 camilleros bajo mis órdenes, hombres de 40 años y yo era un muchacho para cumplir 18. El caso es que... ¿Qué iba diciendo? Ah, que me hice enfermero. Entonces tuve que hacer prácticas de cómo se venda un pie, no sé, una cabeza, un brazo, todo. Prácticas de vendaje.

En una de las tantas casas abandonadas del pueblo montaron el hospital, y enseguida a Juan lo pusieron a prueba, a asistir al cirujano en una operación de apendicitis.

“Y cuando le pegé el tajo caí… Caí, caí en serio. Yo veo una gota de sangre y ya estoy en el piso. Después se me quitó eso. Me acostumbré. Pero por suerte no era un frente de muchas batallas. Ahí pasaba yo el tiempo de la guerra”, recuerda.

Hasta que una mañana el teniente le pidió a Juanico que lo acompañara a hacer una exploración, para descubrir zonas débiles de la defensa en el frente. Cuando regresaron el campamento estaba abandonado. Todos los soldados de la República se habían pasado al bando del próximo dictador, cruzando el río. Habían cortado la línea de teléfono y se llevaron la máquina. Juan y el teniente se encontraron solos en el frente. Él tuvo que ir hasta el siguiente campamento a informar lo ocurrido. Lo explicó él mismo en una nota, “en un papel muy fino. Porque si te agarran te lo tienes que comer”. El teniente era analfabeto y le pidió que la redactara. “Era teniente por mérito de guerra. Había sido herido en combate”. Llegó a la siguiente posición, caminando de noche. Revisó una cueva y nada. En la otra tampoco. Nadie. Se habían ido todos. Llegó hasta donde estaban los jefes. Explicó lo sucedido al guardia y lo hicieron entrar en una oficina.

-Y vi a los tipos ahí con unos botines, unos trajes, las patas arriba de la mesa, aquí una botella de coñac, allá una botella de vino. Y digo yo, con mi edad: “¿y yo lucho por ésto?”. Saco el parte, y digo: “Comandante”. Se levanta un tipo, un comisario, y me pone la pistola acá en el pecho. Perdona la frase: “esta mierda hay que matarla”, me dijo… Hay que estar, eh (susurra). No se lo deseo a nadie. El comandante le pegó un manotazo a la pistola. “Mire comandante. El teniente me levantó para que lo acompañara a recorrer las posiciones y se han ido todos. Quedamos solos. En este papel dice que vayan a reforzar aquello, por si ataca el enemigo”. El comisario ese me miró… Hijo de puta. Me pusieron dos centinelas. Me armaron otra vez y los llevé hasta el frente abandonado…

Todos los pesares de la guerra cayeron sobre la pequeñita humanidad de Juan hasta que la República alzó su bandera blanca.

-Pero no me fui a mi casa. Me dejaron tirado en la calle. En el pueblo hacían pilas de armas. Yo había dejado por ahí mis herramientas. La encontré bajando por el río a mi cajita tirada. Y me las llevé… Después me las quitó un policía. Las tropas iban caminando. Pasaban los camiones vacíos. Los franquistas llevaban de acá para allá los montones de soldados prisioneros. Estábamos transparentes. Así llegamos a donde teníamos que estar presos. Yo iba apoyado en un palito porque me había lastimado un pie y me iba quedando atrás y me levantó un camión y me llevaron a la policía. Ahí me sacaron las herramientas. La guardia civil. “´Ésto es mi vida”, “Cáyese la boca. La reclama cuando esté en libertad”. “Señor, eso lo necesito”. “Cáyese la boca”. Cuando me iba me agarró un viejito y me dice “¡arriba España!’. Con la mano así: como los nazis. “Cuando se vengan esos compañeros tuyos los vamos a matar a todos”. Así me dijo el viejo ese de mierda… Cuando llegaron me uní a mi tropa. Nos dieron un bollito de pan y ahí dormimos, tirados en la calle, todos vigilados…

Caminando emprendieron el regreso los prisioneros al otro día y otra vez, exagerando su renguera, Juan siguió quedando retrasado.

-Iba de regreso a mi pueblo y me llamaron de una casa. “Ey rojillo”. Así me llamaban en el pueblo. Y me sirvieron un vaso de vino. Hacía como un año y medio que no tomaba vino…

Lo levantó otro camión y lo adelantaron hasta el convento de monjas. Juan recuerda un salón grande “lleno de fotos con caras feas”. Las monjas lo miraron llegar desde los balcones. Él las ayudó a mudar unos muebles en uno de los pisos de arriba. Le sirvieron comida y café, y le regalaron una “paquetilla de tabaco y fósforos”. Abajo esperó al resto de los prisioneros. Con un sargento llegaron otros 20 soldados vencidos.

-Ahí fue la primera vez que me dijeron hijo de puta. Nos hicieron formar y yo me formé con la mano extendida en el hombro del otro, con el puño cerrado. Y ahora con Franco había que tener la mano abierta. El saludo nazi. “Mira estos comunistas. Cabrones de mierda. Hijos de puta”. De ahí me llevaron al estado mayor con esos 20. Ahí nos ficharon y había un teniente gordo. “¿En qué frente estabas tu?”. “En el castillete”. “Ah, en el castillete. Ahí del otro lado estaba yo”. “Cuántas veces me habrás dicho hijo de puta”. “La mismas veces que vos me habrás dicho a mi”, le digo y me pegó un tortazo que me tiró a la mierda... Si me gritaban “rojillo hijo de puta”. Y del otro lado yo: “que te recontra”. Después ya no pasó nada. Quedamos ahí detenidos… Uno lo cuenta y se ríe, pero no se lo deseo a nadie.

Ladrón

Estuvo detenido en un campo de concentración de la provincia de Granada, en una especie de corral, según recuerda, dormía con su capote como todo abrigo. Lo pusieron de peluquero, a exterminar la plaga de piojos que asolaba a los detenidos. Teníamos unas herramientas muy malas. “Había un teniente que era un alma de Dios. Éramos cinco peluqueros y un día nos dice: ‘ustedes, como premio, no se pelen, déjense su cabello’. Así pasé unos tres meses, hasta que llegué a mi casa hecho un esqueleto. No se podía comer la comida que te daban.

Pero cuando le dieron la libertad “me pidieron una póliza: una estampilla que valía 3 pesetas. Y yo no tenía”. Entonces pidió permiso para salir a limosnear y cuando estuvo en la calle, a un cura que pasaba le besó la mano. 18 pesetas le dio el prelado. Con lo sobrante compró todo lo que pudo para comer. “Pan, panceta, longaniza. Un paquetito lindo. Tardé cuatro días en volver al pueblo. Estaba como a 300 kilómetros”. Durmió la primera noche en la puerta de la estación. Había llegado a la capital de Granada a tomar el tren a casa.

“Y estaba yo todavía en la estación cuando una viejita me pidió que la ayude a subir las cosas al tren. Cuando volví mi poncho estaba, pero el paquetito que tenía con cosas para comer me lo habían llevado unos árabes. Entonces yo fui y le digo ‘mire, por ayudarle a usted me quedé sin comer todo el viaje’. No le importó. No me dio ni un pedazo de pan la vieja. He sido ladrón también y no me da vergüenza. Cuando el tren se metió en el túnel le pegué un puntazo a la bolsa con la cola de la cuchara, agarré un pan y me fui para otro vagón. Con ese pan estuve tres días y tres noches. Parecía un cadáver”.

El tren lo dejó a 28 kilómetros del pueblo. Pasó la noche caminando, y a la mañana, en la central termoeléctrica, encontró al padre en su puesto. Se abrazaron llorando de alegría y él siguió camino a su casa, al reencuentro con su madre, que fue todavía más emotivo.

“Uf. No quiero ni pensar. Mi mamá sufrió mucho”. Otro de sus hijos había vuelto vencido de la misma guerra, y luego murió en su casa, con 25 años, por efecto de una infección silenciosa. Fue cuando a Juan la Patria volvió a reclamarlo, a los 3 o 4 meses de haber cumplido su servicio a favor de la vencida República.

“¡Calle coño!”, le dice a Colita, que ladra otra vez de improviso.

“Juan Rodriguez Orellana se llamaba el comandante mayor. Murió con 105 años. Era Andaluz. Bien Andaluz. Son ocho provincias las de Andalucía: Málaga, Almería, Jael, Córdoba, Sevilla, Huelva y Cali. Somos medio moros los andaluces. Risueños. De hacer chistes y todo eso. Nunca hemos tenido problemas. Somos andaluces pero primero españoles”.

En su pueblo estuvo empleado “en un trabajo de pico y pala”, en la construcción de una “carretera”. Pero al cabo de 3 o 4 meses llegó esa carta y debió partir a Almería. “Primero juré la bandera roja, amarilla y morada, con la República. Era muy bonita. Y después la roja, amarilla y roja. Con Franco”. Y lo despacharon a África, a Marruecos. Afectado a la “novena agrupación de intendencia”, que “era el cuerpo de los niños de bien. Se ocupaba del almacenaje y la logística de los víveres. Yo no era amigo de un cura ni de un obispo ni de un teniente. No sé cómo fue pero me destinaron a ese cuartel de Ceuta, un cuartel de acomodados, frente a Gibraltar. Suministraba todo a los demás cuerpos que había en Marruecos”.

Tampoco quiso emplearse de peluquero en esos cuarteles VIP, pero era tan simpático el rojillo, que un cabo primero, que le “había tomado cariño”, le propuso ser mozo en el comedor. Saco blanco, camisa blanca y moño negro. Servía a los jerarcas y se hacía unas pesetas extras cortando el cabello. Pero el cabo Barceló pronto le consiguió un nuevo ascenso. Como mozo lo reemplazó el matarife, responsable de dar la estocada final a vacas y cerdos en el criadero del cuartel, y él pasó a ser cocinero mayor, respaldado en otros dos compañeros que sabían de cocina mucho más que él, que era peluquero. “No tuve amigos como esos. Cobraba el doble y aprendí mucho”.

En esa cocina de cuartel pasó casi cuatro años y conoció los secretos de todos los tipos de paellas que se cocinan en España. O de la mayoría. Años más tarde, ese saber le daría buena fama en todo Comodoro Rivadavia y sus alrededores. Acá Juan cocinó para personal del Ejército, la Fuerza Aérea e YPF. Para la Casa de Andalucía y los sindicatos. Para compañías petroleras, cocineras aprendices y magnates antojados.

“Está lloviendo –dice de pronto—. Con razón vi que pasaba un barco”.

Lola

Ya es verano. Maduran los tomates. Colita sigue haciéndolo rabiar con sus ladridos de pájaro. Las flores saludan al sol en el jardín de Rada Tilly. Juan está animado y deja atrás las historias de la guerra. Cuenta que cuarenta y ocho meses estuvo en Marruecos hasta que volvió a su pueblo. Tenía ya 24 años. Trabajó en la central eléctrica un tiempo hasta que se peleó con el padre y se decidió a cruzar toda España para ser libre, hasta de su familia.

“Yo era bastante noviero. Tenía una novia y él quería que me separara. Una tarde venía de buscar agua de la fuente y él estaba tomando el fresco. ‘A ver cuando dejas esa chica’. ‘A mi no me manda nadie. Ya bastante me han mandado’. Y me fui a sacar los pasajes”.

En Barcelona vivía una tía y sus abuelos maternos. El padrastro de su madre había trabajado en Comodoro Rivadavia. Los viejos le mostraban fotos de este pueblo, la administración de YPF, la árida meseta alrededor. Se instaló en la casa de su tía, hermanastra de su madre y trabajó de albañil y en distintas peluquerías haciendo ayudantías los sábados medio día.

En Barcelona también vivía Dolores, en casa del hermano. El hermano de su cuñada, Esteban, era amigo de Juan. De allá, de Vera. Por ese lado vino el encuentro. Todavía la familia de Lola vivía en Adamús, en la provincia de Córdoba. Cuando se encontraron por primera vez ella tenía 18, él tenía 26. Fue una Nochebuena, en casa de amigos. Una casualidad, si es que existe tal cosa.

Juan, simpático rojillo, ya maduro seductor, estaba flirteando con una de las chicas de la casa. La Nochebuena burbujeaba alegremente en su espíritu festivo y entre risas, todos en la casa eran cómplices del inminente romance. Pero Lola llegó de pronto y lo deslumbró.

A ella también el colorado le causó una gran impresión, pero negativa. “Estaba borracho”, como todos en la casa. Juan todavía tenía pelo pero ella lo vio viejo y verde. “’Ay que linda’. Que no se cuanto. Que ‘me voy a casar con ella’”, le decía Juanico. “¡Bah! Qué hombre tan atrevido”, comentaba ella y nada quiso saber del colorado. “Ella era muy, muy bonita y además muy simpática”, recuerda el esposo, y vuelve a bajar su voz, al tono de la confidencia: “a mi me echaron de mi casa… por otra mujer. Porque yo quería a una, que en Vera, nadie la quería”.

-Pero eso fue mucho antes. Ya basta. ¡Que me voy a poner celosa!—interviene Dolores, que vuelve a la mesa ratona del living con un plato de sandwichitos.

-Uf... Ya me enfermó mi mujer…

-Pero si ya estás enredando todo y no cuentas que casi te envenenan, porque esa vieja había hecho desaparecer a otros maridos de sus hijas…

Lola barre la anécdota bajo la mesa ratona y la historia sigue en la mesa grande del living. Juan se hamaca en su sillón contando “uno… dos … tres” y se levanta. Es muy gracioso. Ella destapa la botella y sirve cerveza en tres vasos altos. Una noche tibia cae sobre Rada Tilly. Se encienden estrellas y grillos. Cuentan que en Barcelona Juan hizo los esfuerzos suficientes para limpiar su imagen y ganar la atención y la simpatía de la pequeña Lola hasta que se pusieron de novios y vivieron un “respetuoso” romance de 3 años. El viviendo en casa de la tía. Ella en lo del hermano, también con su mamá.

-Yo me eché a Lola de novia y juro por mi madre que nunca más tuve otra novia. Y la sigo queriendo. Pero no sé si ella me quiere a mi.

-La verdad que estoy pensando en pedirte el divorcio viejo.

Casa

“Yo traía una sola valija y medio vacía. El que te revisa en el puerto me preguntó: ‘¿qué trae ahí?’. ‘Hambre’, le digo, y me escuchó una vieja española: ‘eso no se dice’. ‘Usted no lo dice porque le sobra señora. Yo vengo acá porque tengo hambre’”.

Juan llegó a la Argentina en el Conte Grande el 7 de marzo de 1950, atraído por una “carta de llamada” de Andrés García, un sobrino de su padre que vivía en Comodoro Rivadavia. Era su único contacto de este lado del Atlántico. Él lo llamaba tío. Hizo unos pesos en el barco cortando el pelo. Era el único dinero que traía.

Llegó a Buenos Aires al mediodía y recién a la noche marchó al hotel a encontrarse con Andrés, la tía Rosario y su hija. “La gran puta, ¿dónde estabas?”. Le reclamó el tío, preocupado por su tardanza. Juan se echó a llorar y en el abrazo de su tío encontró consuelo y entendió que la “puta”, en Argentina, es más un modismo que un insulto. Cenaron en paz y por primera vez en su vida Juan comió ravioles. Nueve días pasearon en Capital. “Mándeme para Comodoro por favor –le pedía al tío—. Que tengo que trabajar para pagarle”. Y el tío se enojaba. Nunca le aceptó un peso. Ambas familias vivirían una larga amistad, de muchos domingos compartidos en Comodoro. “Que hombre bueno carajo”, recuerda Juan. “Para nosotros fueron nuestros padres”, dice Lola.

Juan dejó Buenos Aires rechazando ofertas de trabajo y amistad de migrantes que le tendieron manos al pasar. Un taxista gallego le fío el primer viaje al hotel, un italiano le ofreció un puesto bien pago en su peluquería de Congreso, del zapatero tucumano que fue su compañero de habitación guarda una imagen entrañable: el también estaba en Buenos Aires, trabajando para poder ayudar a sus padres en el pago.

Hasta San Antonio viajaron Juan y la familia de su tío en tren. A él lo vacunaron en la estación rionegrina sin jeringa. “Con una cuchillita te hacían cortesitos y ahí te ponían el líquido. La enfermera era una bruta. El tío la puteó”.

Abordaron en San Antonio un colectivo de Transportes Patagónicos. “Mi tío se reventó el dedo con el asiento. ¡Qué caminos había! La ruta 3 era un desastre. Vinimos a los saltos. Yo decía ‘¡¿qué hago acá?!’. La calle de entrada a Comodoro era angostita y estaba todo embarrado”.

Puede estimarse que fue la noche del sábado 18 marzo de 1950 que Juan pisó por primera vez Comodoro. “Traía unas chanclas, unos mocasines que se me quedaron en el barro apenas nos bajamos. No había asfalto en ningún lado y unos pobres farolillos en la calle San Martín. En la 9 de Julio, en la usina vieja: ahí paraban los transportes. Alsina era una zanja. Estaba el Hotel España y ahí me quedé esa noche. Había un gaucho en la habitación. ‘Buenas don’ me dijo. Y después lo veo que saca el revólver y lo pone en la mesita de luz, y un cuchillo. ‘Hasta mañana don’ me saluda. Estuve la mitad de la noche como el tuerto: un ojo cerrado y otro abierto. Y se fue sin hacer ruido. Cuando abrí la ventana y vi para el cerro Chenque, digo ‘¿dónde has venido Juanico?’”.

Al día siguiente su prima le mostró un recorte del diario Rivadavia: “se necesita oficial peluquero en kilómetro 8, con el 70% del sueldo y derecho a pieza”.

“Así llegué al 8. Estuve cuatro años ahí. En una piecita por ahí por la cancha. Estuve encargado de mantener la cancha de Comferpet. Era el que marcaba las líneas. ¿Pero sabes lo que es el 8 para uno que viene de Barcelona: una ciudad de 4 millones de habitantes? Estaba la refinería. Estaban haciendo la planta de cinc. La planta de cemento. Estaba lleno de pozos de petróleo. Voy allá y el peluquero cuando me ve entrar me dice: ‘¿Usted es peluquero?’. ‘Sí, vine por el aviso del diario’. ‘¿Cuándo empieza a trabajar?’. ‘¿Puede ser mañana?’. Mi tío me compró la cama y nos fuimos a la pieza de soltero. Al otro día, que era lunes, a las 2 de la tarde ya estaba trabajando, y el primer cliente que tuve lo tuve para siempre: Edmundo Cavaco. Le corté el cabello, lo afeité y me dijo: Esta cabeza no la va a tocar nadie más que usted. Desde Rada Tilly viajaba hasta Palazzo para cortarse en mi peluquería”.

El acento, el temperamento y los modos de la relación de estos abuelos españoles son divertidos para acompañar con café esta mañana de invierno soleada sobre Rada Tilly. Hijos y nietos de Juan y Lola los trajeron para que estén más cómodos acá en la villa, más cerca, en una casa bien equipada, sólo para ellos.

Estando ya en Comodoro Juan se puso a pelear con el suegro por la mano de Dolores. Que sí, que no. Carta va, carta viene. Una semana una pregunta, a la otra semana la respuesta, y así hasta que todos hicieron la paz, los novios impusieron su amor y se casaron por poderes. El acá, ella en Barcelona, el 1ro de octubre de 1950.

Esto del casamiento y de pedir la mano trae un recuerdo llamativo a la memoria de los novios, que cuentan que el papá de Juan y la mamá de Lola tenían un mismo rasgo distintivo común: 6 dedos en una mano.

Pero ni un dedo de más le había puesto Juan encima a Lola todavía, cuando ella desembarcó el 30 de abril de 1951 en Buenos Aires siendo su esposa. El la estaba esperando.

-Habíamos estado de novios, pero tú sabes: ¡no se toca nada!

-¿Pero qué hablas Lola? ¿Yo te ofendí?

-Pero no. Por eso digo...

-Ya estoy pensando que me voy a divorciar.

Después de una semana de luna de miel en Buenos Aires la pareja llegó a vivir al monoambiente que Juan había alquilado en Chacabuco, entre Ameghino y Rawson. Dolores recuerda el mantel y los lazos de la mesa. Y en el centro, esa “torta de novia tan linda” que le habían cocinado las primas.

Juan viajaba todos los días al 8. Después trabajó durante 23 años en la peluquería de “La Mona”, un multirubro con vidriera a la ruta en kilómetro 5 y ellos vivieron en una piecita del fondo. Finalmente inauguraron su propio negocio en Palazzo. Juan lo construyó con Lola y amigos, balde a balde, palada a palada, sobre ese pedazo de tierra que Argentina promete a los hombres de buena voluntad. “Empezamos como se hace ahora: nos metimos nomás”. En el 66 ya habían instalado una prefabricada. El salón de 8 por 6, con baño para la peluquería, lo inauguraron en el setenta y pico. Tuvieron en su casa, en Palazzo, una vida social intensa. Siempre con invitados, amigos y familiares en torno a la mesa.

En el 52 nació Pedro, el hijo mayor, y Antonio en el 55. Hoy tienen ocho nietos y 4 bisnietos. Desde 2010 que están en Rada Tilly. Gabriel, el mayor de los nietos, vive en la casa de al lado. Están mejor en la Villa. Cuidados, rodeados del amor de los suyos. El 1ro de octubre de 2011 cumplieron 62 años de casados.

-Y nunca nos echamos.

-Jamás le falté el respeto. Ni ella a mi. Espera… Hay un dicho, sobre el casamiento…”tu sabes lo que es casarse, lo que esa palabra encierra: vivir en continua guerra, los cabellos arrancarse. Pues casarse amigo mío, es como tirarse a un río… con propósitos de ahogarse”.

-¡Venga Juan!—lo reprende Lola.

-Pero si estos versos son más viejos que un diablo—dice Juancito y la picardía de aquel rojillo vuelve a iluminar sus ojos.

Perfil

Juan Antonio Sánchez López nació el 6 de octubre de 1920 en Lucainena de las Torres, Almería, Andalucía. Es un afamado peluquero y paellero de Comodoro Rivadavia, a donde llegó en marzo de 1950. Con Lola tuvo 2 hijos. Tienen ocho nietos y 4 bisnietos. Viven en Rada Tilly.

Fuente: "El Libro de los Pioneros". Fundación Nuevo Comodoro / Federación de Comunidades Extranjeras

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