“A ver, dame tu mano”, le dijo una de esas tardes una abuela a Miecislao, que apenas tenía 16 años. Recién habían terminado de tomar el té. Estaba recuperando sus fuerzas. El chico extendió su mano confiado. La señora observó minuciosamente las rutas del destino en su palma. “Vas a vivir muchos años”, le anticipó después de un instante. “También veo que vas a servir a una nación extranjera y que cruzarás los mares varias veces”. El chico, alto, rubio, miró con sus intensos ojos celestes que no habían visto el mar todavía. La señora prosiguió con su examen. “Vas a faltar por mucho tiempo de tu casa” y le anticipó también que tendría dos hijos. Pero al alivio de su destino revelado se oponía una realidad cruel: unos 5 millones de polacos perderían la vida durante la guerra que acababa de estallar a sus espaldas.

Vivo

Dola nació como Mieczyslaw Josef Stanislao Jan Dola el 11 de octubre de 1923, en Konczyce, provincia de Silesia, Polonia. El 11 de octubre de 2011 cumplió 88 años. Con el paso del tiempo, aquel encuentro de adivinación cobra mayor trascendencia entre los recuerdos de este artista notable de Comodoro Rivadavia.

El pronóstico de aquella vieja también fue certero en eso de que Miecislao serviría a una nación extranjera. Porque debió integrar las filas del ejército invasor durante la segunda gran guerra.

Su provincia, fronteriza, históricamente había sido disputada por los alemanes. Cuando comenzó el último avance de los nazis sobre Polonia, previo al 1ro de septiembre de 1939, Dola ya había intentado alistarse como voluntario en el ejército polaco, para resistir la invasión, pero era demasiado joven y desestimaron su coraje. Su madre y sus hermanos habían partido a refugiarse a Cracovia, el padre a su lugar de trabajo en las minas, y él junto a un grupo de primos y amigos eran de los últimos en abandonar el pueblo amenazado. En el ejército no habían accedido a alistarlos pero les habían confiado la misión de informar el tránsito de los aviones sobre el pueblo.

Cuando al fin emprendieron la huída, Miecislao pasó a despedirse de su padre.

En el comando le habían dado a todo el grupo certificados para poder comer gratis en cualquiera de los campamentos del ejército polaco. Alejándose de la frontera hacían un promedio de 50 kilómetros por día, caminando sin rumbo. Sólo escapando de la guerra. Solían dormir en zanjones, cansados, sueños profundos. Una de esas noches los despertaron los ojos de un mongol observándolo. Era un soldado del ejército soviético. Miecislao se estremeció. Pero el soldado extendió su mano, convidándole un cigarrillo. Seña de paz común. Había escuchado que los rusos enviarían a todo prisionero a Siberia. Miecislao ya no tenía casa. Su familia estaba dispersa. Y escapaba del monstruo sobre una tierra que comenzaba a arder, invadida por ejércitos radicales, opuestos y temibles. Apenas tenía 16 años.

Cuando llegaron a Maleszow, en el centro de Polonia, el grupo de primos y amigos llegó a la proveeduría de una estancia a comprar provisiones. La noticia de la guerra todavía no se había diseminado por todo el país. Primero los tomaron por mentirosos, pero los chicos llegaron dando una explicación para ese vuelo repentino de tantos aviones sobre el cielo polaco. En el pueblo se organizaron para darles asilo temporario y así fue como Miecislao fue a encontrarse con la vieja que leyó su suerte.

Había pasado poco menos de un mes desde el estallido de la guerra y en tren, siete de los del grupo, emprendieron el regreso a casa. El avance de los tanques alemanes había sido arrollador contra un ejército nacional que se defendía a caballo, con bombas molotov. En el camino recorrido, Polonia lucía los colores del invasor y en el aire, entre la pólvora, se olía la calma de la paz que se impone a la fuerza. A su casa ya había regresado la familia. Esa tarde Miecislao quiso entrar por la puerta trasera para hacer más grande la sorpresa. Su hermana menor fue a abrirle. Cuando lo vió palideció y escapó corriendo. Como si hubiera visto un fantasma. Miecislao no entendía. Su madre llegó a abrazarlo, besarlo. Lo acariciaba reconociéndolo: su hijo estaba vivo.

Alguien les había contado que Miecislao era una de las víctimas de la matanza de estudiantes en el pueblo vecino. Lo habían dado por muerto y hasta lo habían llorado en una misa. Pero morir en la guerra no era su destino. El ya lo sabía. Su madre lo agradeció con el corazón a cielo abierto.

Guerra

Miecislao es hijo de un minero y tenía apenas 16 años cuando debió empezar a trabajar en canteras y minas de carbón controladas por los nazis. El esfuerzo era enorme, el pago ínfimo, el trato degradante. Lo obligaban a saludar deseando salud al führer: “heil Hitler”. Él lo evitaba. Leves gestos de rebeldía de un adolescente polaco frente al gigante invasor.

Cuando supo que los alemanes buscaban trabajadores para una fábrica de aviones en Bremen allá fue Miecislao. Consiguió el trabajo y lo hospedaron en un hotel con otros 4 jóvenes empleados. En sus horas libres empezó a forjar su hábito por el dibujo, la pintura. Su hermana pintaba y él recordaba las cuadrículas que hacía al comenzar, para dibujar en escala. Un día hizo su cuadrícula y copió una foto de su madre. Le salió “bastante bien”. Enseguida los compañeros de habitación empezaron a pedirle retratos de sus novias. Había comenzado a aflorar su talento artístico pero la guerra se interpuso. Estando en la fábrica fue alistado en el ejército nazi. Trabajando para una planta de la Philips cercana a su pueblo postergó su participación en la guerra. Cuando al final lo convocaron debió participar en comunicaciones. Operando un teléfono con cable, le tocó estar en la primera línea de los avances alemanes, comunicando la posición de caída de las bombas lanzadas por la artillería.

Dola recuerda especialmente una batalla en la Selva Negra. Buscando refugio del fuego cruzado reconoció la silueta de una cúpula a ras del suelo. Supuso que podía ser un bunker de la primera guerra. Lo era. Abrieron la escotilla y con algunos compañeros bajaron a guarecerse. Pero no estaban solos. En la penumbra descubrieron los rostros palidecidos de un grupo de soldados ingleses. Hubieran debido llamarlos “enemigos”. Todos cruzaron miradas inquietas. Alistaron sus armas. Un compañero de Dola que sabía algo de inglés rompió el dramático silencio y un soldado inglés correspondió y convidó cigarrillos. Cuando afuera cesó el fuego, los combatientes se despidieron, marchando a sus trincheras, a sus lados opuestos, deseándose suerte, larga vida y paz duradera.

“Las guerras las hacen unos pocos” dice Dola, que lo sabe: “la mayoría de las personas son pacíficas, gente con buenas intenciones”. El dice que lo constató en sus viajes. En los diferentes países que visitó. Inglaterra, Escocia, Austria, Alemania. “En todas partes hay gente buena. Lo más importante es el respeto”. Ya se lo había dicho su padre. Que en el respeto se funda la convivencia pacífica de personas de todo tipo de condición, en cualquier lugar del orbe. “Si vos respetás, te respetan a vos”.

El final de la guerra llegó para Dola en una de las ciudades devastadas, a orillas del río Rin, en Alemania. Se había guarecido en el sótano de lo que había sido un restaurante. Evacuada, la ciudad ya estaba en ruinas. Ahí pasó dos o tres días de calma, bien provisto de comida, hasta que una madrugada los aliados lanzaron un bombardeo de una intensidad enorme, “como garbanzos tirados sobre el piso”, recuerda Miecislao, que guarda la impresión enorme de los estruendos sobre su cabeza, la tierra temblando, la oscuridad sacudida por las explosiones.

Prisionero

Animado por los rumores de que Alemania estaba a un paso de ser vencida, Dola supuso que su ejército ya no regresaría a ese lugar y decidió esperar. A horas del bombardeo salió a la superficie y escuchó disparos. Soldados ingleses ametrallaban puertas y ventanas de los edificios medio destruidos. Debió guarecerse de nuevo hasta que encontró en el silencio la oportunidad de mostrarse con los brazos en alto. Enseguida fue advertido y entendió que le preguntaban si había alguien más con él. Respondió que no. Lo llamaron a acercarse. Lo revisaron y lo pusieron a marchar. Lo obligaban a caminar unos diez metros por delante. Miecislao sabía que en exploraciones como ésta, los soldados de la avanzada no tomaban prisioneros. Esperaba un disparo a traición. Temía caer muerto de repente. Caminó 200, 300, 400 metros con esa angustiosa incertidumbre hasta que comenzó a escuchar voces y pudo ver grupos de soldados aliados y prisioneros alemanes, polacos. Recuperó el color y la sensación de vida. Era el 17 de marzo de 1945. En el campo de prisioneros se sintió desfallecer y fue hospitalizado. Muchos polacos, en esta guerra, debieron pelear alternativamente para el ejército invasor y el que los aprisionaba. Pero a él, su debilidad le impidió volver al campo de batalla. Tenía 22 años. En el campo de prisioneros un inglés le robó un anillo de oro, regalo de una chica en Polonia, amiga de su hermana mayor. Ahora no sabía nada de ellas. Ni de sus otras dos hermanas. Ni de su hermano. Ni de sus padres.

Como refugiado, después de la guerra se formó como técnico constructor, cerca de Glasgow, en Escocia. Allá leyó el comunicado del gobierno británico que informaba que todos los extranjeros que quisieran regresar a sus países o viajar a otros lugares del mundo, el gobierno costearía los pasajes. Entonces Miecislao escribió anunciando que regresaría a su casa en Polonia. Su hermana mayor contestó informándole que su hermano estaba preso, condenado a trabajos forzosos en una cantera de piedra, por distribuir propaganda favorable al gobierno polaco constituido en Inglaterra.

Sur

Dola ya había leído sobre Tierra del Fuego, una tierra prometida. Argentina había sido neutral durante la guerra. Alguien que había estado contribuyó con su decisión. Dola marchó a tramitar el pasaporte a Londres y tiempo después se embarcó en Sauthampton, en el buque argentino Córdoba, para desembarcar en Buenos Aires casi un mes después, el 29 de abril de 1949. Allá lo esperaba un paisano, un amigo de su hermana mayor, que era farmacéutico pero trabajaba en la construcción de lo que sería Ciudad Evita. Allí le consiguió trabajo a Miecislao, que presentándose como oficial albañil, después de una prueba frustrada en el revoque de un cielo raso fue enviado a la planta de cemento a preparar mezclas. Miecislao quería trabajar como dibujante técnico. De eso sí sabía. Fue alguien de la sociedad polaca de Buenos Aires quien le informó que había una vacante en la empresa Dorignac, en Comodoro Rivadavia. En la casa donde era huésped, sus paisanos intentaron detenerlo. “¿Vos sabés donde queda eso? Es al sur. En Comodoro nunca hay sol. Siempre está oscuro”.

Pero eso no alcanzó para desalentarlo. Miecislao no hablaba castellano y pensó que para dibujar no necesitaba hacerlo. Tan malo no podía ser el lugar. Tomó el tren a San Antonio y por ripio, horas y horas, en un colectivo de Transporte Patagónico. Las condiciones del viaje no eran óptimas pero otros pasajeros le convidaron queso y vino. Era 20 de julio. Esperaba ver por las ventanillas un cielo negro, pero los malos augurios no cuajaron sus tormentas. Cuando entró a kilómetro 3, el colectivo tomó la avenida Tehuelches. Cuando le dijeron que eso era Comodoro, su alegría fue inmensa. El sol brillaba en un cielo limpio. Era un día apacible, tibio en pleno invierno. Sin viento. “Esta gente me engañó o no sabe nada”, se dijo, recordando las advertencias de sus paisanos. Los colores de este paisaje, bajo la luz oblicua del sol, llenaron sus ojos. Su espíritu, durante años, derramaría esos colores sobre el lienzo.

Desde la primera noche se hospedó en el hotel de 9 de Julio y San Martín. Al día siguiente, cuando almorzaba lo encontró un inmigrante croata, que también hablaba alemán.

Intercambiaron algunas palabras. Miecislao no tenía un centavo. Le comentó que empezaría a trabajar en Dorignac. Su acompañante lo llevó a buscar ropa a la tienda de Don Esteban. El encargado le dijo que llevara todo lo que necesitara. Que lo pagara cuando pudiera. “Así era Comodoro. Era tan lindo. Tan lindo”.

La ciudad no le dejó sentir el desarraigo. Se sintió adoptado por sus paisanos, que estaban organizados en una de las más importantes comunidades extranjeras de la ciudad. Además, siempre supo que volvería. A Polonia. A la familia. Pasarían 20 años. Pero volvería.

Antes conoció a Pola Elena Piotrowski, una chica de la colectividad. Era el año 49 o 50. Dola recuerda la primera vez que la sacó a bailar. Fue en una fiesta entre paisanos, en el centro Dom Polsky. También “ella era tan linda. Tan linda”. Miecislao le pidió permiso a los padres y Pola extendió la mano. El dejó sus ojos puestos sobre ella y deseó que la música nunca terminara. No importaba qué ocurriera alrededor. Que todos observaran. Miecislao estaba encantado. La pareja bailaba en ese íntimo lugar que la danza reserva a los enamorados, aunque sea en medio de una multitud. “Ella era más linda. Distinta. La más linda”. Era la princesa que representaba a Astra sobre las carrozas que entonces desfilaban cada Día del Petróleo.

Noviaron un año y se casaron. Miecislao quería estar casado antes de los 30, tener hijos, y tiempo y energía para criarlos. A nueve meses del casamiento nació Susana Cecilia. Dos años más tarde, en 1955, Pablo Tadeo.

Como lo había anticipado la adivina, también es cierto que Miecislao cruzó varios mares. Varias veces. También es cierto que faltó mucho tiempo de su casa natal: los 20 años en los que fraguó la primera parte de su historia en Argentina, en Comodoro Rivadavia.

Arte

Miecislao es un artista. Es uno de los más notables y prolíficos que hayan desarrollado su obra en esta ciudad, que inspiró toda su carrera con los ocres del desierto que la rodean, sembrado de torres y bombas, y el mar que refulge u oscurece, teñido de cielo, acunando barquitos anaranjados, o enormes negros acorazados. A los campos petroleros, a la conjunción de mar y desierto, a esos habitantes lejanos y silentes del paisaje dedicó lienzos por cientos. Y fue laureado por su calidad y su estilo, que hizo participar de las distintas corrientes del arte del mundo con prestancia.

El jueves 13 de julio de 1961, como vicepresidente del Centro de las Artes, Dola invitaba en la prensa local a un “próximo Primer Salón de Arte netamente comodorense. Creo que el público comodorense debe demostrar una vez más que no es frío, y volcar su interés a esto que tal vez está necesitando: un escape para su incesante actividad laboral que les impide a veces apreciar las bellezas de las cosas que nos rodean”.

Con materiales de rezago de la industria Dola diseñó la torre y es de su creación todo el monumento que se alza en la esquina de Polonia y la Ruta. En sus paredes, desplegadas como abanico, dice: “A esta tierra que permitió nuestro esfuerzo para labrar su grandeza”. Es una frase feliz y sintetiza el fenómeno de la inmigración en Comodoro Rivadavia. Pertenece a Aurelio Zaleski, amigo de Miecislao.

Dola fue el jefe de la obra de la Cámara de Apelaciones del Sur, luego Enet Nro1. También hizo la mensura inaugural de Rada Tilly y diseñó su escudo. Cuando en el 52, estando en Dorignac, concluyó la primera mensura de la villa, el jefe le pidió que ejercitara sus conocimientos de dibujo y pintura, y modelara una ciudad sobre el plano. Sobre el terreno real no había más que una casa y los cimientos de una vieja construcción derruida, según recuerda Dola, que entonces inventó todo. Pintó la Punta del Marqués, la playa, y un complejo de casas, edificios y espacios verdes perfilándose al futuro. Dorignac exhibió desde entonces esa pintura en espacios públicos, a modo de publicidad para sus proyectos urbanísticos. El cuadro gustó. Dola quedó contento. Y no paró de pintar.

Un plano suyo, de 1951, es pionero de los reglamentos de diseño en Obras Públicas del Municipio. Es el de la casa de Ivonka Kristova de Stefanof. Hace dos o tres años buscó y encontró el plano en los archivos municipales. Original y copia están guardados en folios, en una de sus carpetas. En su casa, hay muebles refinados donde Dola tiene ordenado el registro de su historia como artista, como funcionario, como vecino. Carpetas y carpetas. La cobertura de medios. Páginas de diarios y revistas. Y también postales. Bocetos. Acuarelas. Cartas. Álbumes de fotos. Fotos de sus obras. Notas oficiales. Cartas al lector de su autoría, publicadas en diarios locales, sobre la irresuelta situación de los jubilados argentinos o sobre aquel viaducto desestimado.

Las paredes de su departamento están cubiertas de cuadros. De su autoría, y de artistas admirados. Regalos, intercambios, adquisiciones. Y hay uno que lo evoca. Miecislao es joven. Fuma pipa y se observa con ojos de intenso color. Es uno de los cuadros que Dola más quiere.

Ahora lo suyo es casi una súplica. Pide por favor que no se lo enaltezca. Cree que reconocerlo un artista es suficiente. Aclara que también es erróneo el difundido dato de que se formó profesionalmente en artes en Europa, en Inglaterra. Dice que sólo pinta. Pintaba. Que fue autodidacta. Desarrolló su obra en acuarela al comienzo. Prevenido del deterioro de los colores al cabo de 10 años adoptó el óleo, y desde entonces trabajó la mayor parte de sus cuadros con espátulas. Fueron más los que regaló, donó, intercambió. Pero también vendió muchos, sobre todo paisajes petroleros. Así pudo comprar su casa en Rada Tilly, allá por el 66, y realizar su anhelo de vivir frente al mar.

Hace poco la presidenta Cristina Fernández recibió un cuadro firmado por Dola. Uno de sus paisajes más característicos: un campo antiguo poblado de torres de madera. Fue en la última visita de la Presidenta. Fue un regalo de Comodoro. Lo atestigua esa foto, en la pared del departamento donde vive ahora, en el centro de la ciudad, en el quinto piso de un edificio desde donde se puede ver atardecer detrás de un cerro tapizado de casitas. Desde su sillón de terciopelo rojo el artista se deja fascinar por la paleta de este inspirado cielo sureño.

Dola trabajó en Astra durante 36 años, hasta que se jubiló en diciembre de 1988. Colaboró en la ampliación y remodelación del salón Dom Polski. Piso, columnas, iluminación. Dirigió el “Taller Libre” de la Escuela Normal de Bellas Artes de Comodoro Rivadavia. Entre 1970 y 1971 fue Jefe del Departamento de Artes Visuales de la Dirección de Cultura de la Provincia. En 2001 fue distinguido como uno de los 100 ciudadanos notables en el centenario de la ciudad. Recibió otras innumerables distinciones de empresas, instituciones y colegios a los que donó obras a modo de colaboración.

Recibió del gobierno polaco una orden de mérito, por su obra en la sociedad. Conserva la cruz de oro y plata en su cajita roja, pero además, todo está registrado en sus carpetas de recuerdos. En varios recortes de diarios Miecislao aparece con Pola. “Nunca voy a cansarme de ver pintar a Miecislao”, le dijo ella una vez a un periodista, que no evitó transcribir el comentario. Era el año 1962. Casi 50 años después, Pola ya no está para mirarlo. Y Miecislao ya no pinta. “Amada Patagonia” fue el título de su última exposición individual. Sus cuadros, con sus colores característicos, siguen hablando de todo el amor con el que un hombre puede mirar a esta tierra.

Fuente: "El Libro de los Pioneros". Fundación Nuevo Comodoro / Federación de Comunidades Extranjeras

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