ROSARIO - Hilda y Hugo se besan, se abrazan. Se toman de la mano para quedar retratados en la foto. Ella comenta que “lo que pasó, pasó”, y que lo que ahora les sucede “es un nuevo amanecer”. Lo dice y ese espíritu que prefiere mirar lo que vendrá pone en duda sus 89 años y los 92 de su esposo. Ya no le importa escarbar en aquella historia que conmovió al país, la de los abuelos abandonados en un bar de Rosario después de un desalojo. “No me quiero acordar mucho de eso”, aclara.

Ella prefiere ir al rescate de otras cosas. Cuenta que cada mañana, cuando se levantan, se miran con su pareja de toda la vida y agradecen estar juntos, construyendo una historia de amor que parece inoxidable. Lúcida, conmovida a veces, serena siempre, Hilda deja claro que todo lo otro, lo que no tiene que ver con los sentimientos, al final son detalles. “Se ha perdido en el camino la casa, algo que es una cuestión monetaria, pero que era nuestro amparo. También muchos recuerdos. Pero bueno, él se despierta y mira que yo estoy ahí. Yo me despierto y él está ahí. ¿Qué más podemos pedir?”, comenta y se emociona. Su esposo la mira con atención, el gesto serio. A veces parece conmoverse. O eso sugieren sus ojos. Prácticamente no habla, afectado por una hipoacusia.

Cuando Hilda lamenta no tener más “la casa”, un tema sobre el que volverá una y otra vez en la charla, no se refiere al lugar que alquilaron hasta principios de junio, el momento en el que quedaron en la calle. Es otra, una propiedad que marcó su juventud, la llegada de sus dos hijos, los primeros años de matrimonio.

La nueva vida de los abuelos que habían sido abandonados: “La nuestra es una historia para el corazón”

La propiedad del barrio Parque, cerca del club Provincial, es un recuerdo que a Hilda le estruja el corazón. Hugo, su esposo, la toma de la mano. Es extraño, o no, pero ella no recuerda muy bien las fechas en las que se conocieron o los años que llevan casados. Pero la dirección de su casa, sí. La tiene grabada en la cabeza. “Viamonte 2948, mirá cómo me acuerdo. Ahí pasamos muchas cosas, la juventud de los chicos. Hemos tenido un hogar”, recuerda y la mirada le estalla, se pone vidriosa.

Hilda y Hugo se conocieron hace muchos años. Ella no recuerda cuándo. O no quiere. Sólo tiene claro que “era una piba”. El era dibujante en una zapatería. Diseñaba folletos. Ella era administrativa en otro local del mismo rubro. “Nos conocimos tomando el colectivo. Y nos casamos enseguida”, detalla. El colectivo los trajo juntos hasta aquí.

Después llegaron Hugo (h) y Raúl, los hijos. Con Hugo (h) vivieron toda la vida. Él fue quien los dejó en el bar el día que tuvieron que desocupar el departamento porque no podían pagar el alquiler. Raúl los cobijó durante un mes en su casa, de donde debieron irse dos de los nietos para hacer lugar. Hilda dice que tiene dos hijos y una nuera “maravillosos”. No deslizará ni una queja contra Hugo (h). El amor es más fuerte.

El volvió a verlos el martes, un mes después de que los dejara en el bar. Los visitó en el Hogar Español, donde fueron acogidos el lunes pasado aunque por el momento Pami no se haya hecho cargo de la estadía. Los abuelos serán asistidos de todas maneras, aunque nadie colabore económicamente, según le explica a Clarín la directora del lugar, Gabriela Alabern. “Lo principal es que ellos estén bien”, asegura.

La nueva vida de los abuelos que habían sido abandonados: “La nuestra es una historia para el corazón”

“Acá estamos atendidos, contenidos, acompañados. Me parece que es lo esencial. Hemos pasado toda una vida con nuestros hijos, bien tratados. Pero bueno, también pagamos una cuota para tener eso: una cuota de amor. A los mayores hay que tratarlos con mucho cariño, contenerlos. Y cuando el estado de uno te pone a prueba, hay que enfrentarlo. Por suerte nosotros nos valemos por nuestros propios medios. Eso es algo que no se puede comprar”, valora Hilda.

Alrededor, en la biblioteca, algunos abuelos van y vienen. Buscan el diario, leen noticias a través de Internet. Muchos no se quieren quedar quietos. El Hogar cobija a 76 ancianos. Hay verde, espacio, calor. Los entretienen, le proponen actividades diarias, los mantienen activos. El martes Hilda fue a clases de canto. Le apasiona la música, en especial la clásica. En su casa cantaba. Mañana probará con algo de jardinería. Dice no sentirse “de la tercera edad”. Hugo mira televisión. Va a la biblioteca. Se moviliza con un bastón. Ella lo define como protestón, porfiado, “como todo hijo de catalanes”. “Pero somos unos viejitos manejables”, ironiza.

La abuela va y viene con los recuerdos. Siente la necesidad de aclarar que no está “enojada”, agradece a todos los que pensaron en ellos y los ayudaron y no quiere que se cuente su historia “con una nota trágica”.

“Aceptamos lo que la vida nos trae. Estamos juntos, que es mucho. Que nos separaran ahora hubiese sido muy duro”. Eso sigue siendo lo que más le importa. Se ríe cuando se le pregunta si sus nietos ya la visitaron. “Los voy a matar”, responde con picardía. Después los justifica: “No le podés exigir a los chicos. Si tienen ganas, ya van a venir”.

Hilda y Hugo se acomodan en un sillón del Hogar para las últimas fotos. “Sí, pero esperá que me arregle un poco. Que me peine”, coquetea. El saludo final se extiende. Reclama a Clarín una nueva visita, pero aclara que no debe ser con las manos vacías: pide caramelos. “¿Es un compromiso?”, pregunta para confirmar la cita. Entonces extiende la mano, sonríe, regala un beso y un último comentario. “Me gustaría que, más que una historia para el diario, ésta sea una historia para el corazón”, sugiere en la despedida. Así será, Hilda. Así será...

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