CAPITAL FEDERAL - A diferencia de otros operativos de evaluación, PISA​ no mide cuánto saben los alumnos sobre el contenido curricular ni sobre conocimientos generales, sino que busca conocer cuánto comprenden, resuelven y comunican resultados de situaciones “del mundo real”.

En las de 2018, cuyos resultados acaban de conocerse, el foco principal estuvo puesto en la comprensión lectora. De ahí surge que el 52% de los alumnos argentinos de 15 años no puede “identificar la idea principal en un texto de longitud moderada, encontrar información basada en criterios explícitos, ni pueden reflexionar sobre el propósito y la forma de los textos”. Y un 25,7% apenas si alcanzan esa comprensión básica.

La comprensión lectora es un déficit que se arrastra en el país año tras año. En 2012 el porcentaje de alumnos que no entendían lo que leían era del 53%. Del año 2015 no hay datos, porque la Argentina fue descalificada de esa prueba por no haber entregado bien la muestra estadística.

Aquí dos textos sobre los que se evaluó la comprensión lectora en la evaluación PISA 2018. Se trata de un cuento breve de Julio Cortázar y de una también breve biografía del escritor.

Los amigos

En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza de la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido –y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo– todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.

Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden.

Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

Julio Cortázar (1956) “Los amigos”, en Final del juego. Buenos Aires, Alfaguara.

Biografía de Julio Cortázar

Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, de padres argentinos. Llegó a la Argentina a los cuatro años.

Pasó la infancia en Banfield, se graduó como maestro de escuela e inició estudios en la Universidad de Buenos Aires, los que debió abandonar por razones económicas. Trabajó en varios pueblos del interior del país. Enseñó en la Universidad de Cuyo y renunció a su cargo por desavenencias con el peronismo. En 1951 se alejó de nuestro país y desde entonces trabajó como traductor independiente de la UNESCO, en París, viajando constantemente dentro y fuera de Europa.

En 1938 publicó, con el seudónimo Julio Denis, el librito de sonetos (“muy mallarmeanos” , dijo después él mismo) Presencia. En 1949, aparece su obra dramática Los reyes.

Apenas dos años después, en 1951, publica Bestiario; ya surge el Cortázar deslumbrante por su fantasía y su revelación de mundos nuevos que irán enriqueciéndose en su obra futura: los inolvidables tomos de relatos, los libros que desbordan toda categoría genérica (poemas, cuentos, ensayos a la vez), las grandes novelas: Los premios (1960), Rayuela (1963), 62 / Modelo para armar (1968), Libro de Manuel (1973).

El refinamiento literario de Julio Cortázar, sus lecturas casi inabarcables, su incesante fervor por la causa social, hacen de él una figura de deslumbrante riqueza, constituida por pasiones a veces encontradas, pero siempre asumidas con el mismo genuino ardor.

Julio Cortázar murió en 1984, en París, pero su paso por el mundo seguirá suscitando el fervor de quienes conocieron su vida y su obra.

Recuperado de: www.literatura.org

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