Por Ivan

a Svoboda, Sommelier

El valor de esta herencia es equivalente a más de 200 años de actividad en nuestro país, con gran influencia colonial de nuestros padres españoles, como de los tíos franceses e italianos. Fueron ellos quienes le dieron vida a las cepas tradicionales por estos pagos. Así nació la vieja escuela vitivinícola criolla.

Los viñedos argentinos recorren una superficie de aprox. 2400 kilómetros. Desde la Patagonia hasta el norte salteño. Esto implica un varieté de temperaturas que oscilan entre los veinte y cuarenta grados centígrados. Un coctel especial para la complejidad de la uva, que requiere tanto aridez y sequedad para el cultivo, como abundante calor y luz solar para madurar sus aromas, colores y texturas.

Si a este extenso kilometraje de cultivos patriotas le sumamos el sistema de riego natural que ofrece la longitud cordillerana de Los Andes -un manantial que desemboca formando arroyos y ríos de deshielo-, obtenemos condiciones técnicas supremas para el tratamiento de la uva, tanto por la calidad del suelo como de su fuente acuática rica en minerales y pureza.

Es por ello que el vino se ha convertido es una de las bebidas más representativas de la Argentina, compartiendo el podio con el mate, claro está. Y por su aporte fundamental en las economías regionales -a partir de las actividades y servicios vinculados al sector-, fue declarado “Bebida Nacional” por el Congreso en el año 2013.

El vino argentino ha trazado su propia ruta durante décadas, dejando huellas firmes por nuestros suelos y posicionando la producción nacional entre las más premiadas del mundo. Se ha ganado un lugar en nuestra personalidad, tradición e idiosincrasia. Es parte de nuestro ADN.

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