Rosa Maria Michelina • La novia italiana
El tío que la acompañaba había sobrevivido a las guerras de Mussolini contra el mundo. Once años bajo bandera italiana. Nicolás lo tuvo viviendo con ellos por el resto de su vida, en su casa, acá en Comodoro, al bueno del tío Roque Frezza, que nunca se casó.
Cartas
Antonieta nació en 1952. Felipe Esteban en 1955 y Mario Pascual en 1958. Los tres son hijos de Rosa Sarubbi y Nicolás Torraca, el inmigrante italiano que inició la tradición constructora de la familia que elevó muchos de los edificios que existen en Comodoro Rivadavia.
Felipe carpientero. José y Vicente sastres.
Rosa es viuda hace muchos años. Su marido falleció en el 80. Es una abuela italiana, pequeñita y enérgica, de esas que dicen “hica”, en lugar de hija, “vieca”, en lugar de vieja. Tiene su acento vivo, como si ayer hubiera bajado del barco.
Rosa es una mujer inquieta. Está sentada en un banco alto, en el living del departamento de uno de los edificios Torraca. Dobla el ruedo de su vestido florido. Se acomoda en el banco. Se desarruga la falda. Se reacomoda en el banco. Desdobla el ruedo de su vestido. Se arruga la falda. Todo el tiempo. La hija la reta como a una hija, que se quede quieta, que ya está bien con el ruedo. Ella se queja. Exclama vocales como quejas. Que ya no la moleste. Ah, ah.
Pero ella había pedido que Antonieta la asistiera durante esta entrevista, porque dice que ya no escucha. Pero ahora que Antonieta está hablando por teléfono, la escucha allá en la cocina, y aprovecha para despotricar contra el celular y los nuevos vicios de la hipercomunicación.
“E ma gracioso el teléfono ahora. Toto en la calle andan hablando solo”. Tampoco ve del todo bien Rosa ya, pero el detalle de que en el plazo de una década los humanos pasaron a hablar solos por la calles pretendiendo que se comunican con otros seres en el más allá no se le escapa. Pasa desapercibido, es como natural para todos, pero a ella no se le escapa.
En su tiempo no había más que correo: el tradicional, el de las cartas que iban y venían navegando a través del océano, comunicando gente, haciéndola interesarse, conocerse, comprometerse y hasta casarse.
“Por poderes”
Suena diferente pero lo hacían muchos. Un poder de acá para allá, un poder de allá para acá. Rosa se casó con Nicolás Torraca por vía postal. Montón de inmigrantes de Comodoro lo hicieron. Ponían a una tercera persona en el viejo mundo que los representara antes el juez y el novio, o más frecuentemente la novia, firmaban unos cuantos papeles antes, unos cuantos sellos y listo, quedaban casados. A Nicolás lo representó su suegro. Casamientos “por poderes”, los llamaban. Rosa lució esa tarde un vestido blanco impecable, y después hubo fiesta. La familia celebró al unísono el casamiento y la despedida de la hija.
Rosa y Nicolás se casaron de pura fe, de pura esperanza. Apenas se habían visto como vecinos en el mismo pueblo allá en Italia, pero no habían conversado personalmente más que las palabras de cortesía al cruzarse en la calle. Ella de blanco en Italia. El esperando ansioso en Argentina la vuelta de correo. Al fin llegó la respuesta y empezó los trámites para traerla.
Rosa embarcó en Nápoli el 1ro de mayo de 1951. Festejó su cumpleaños en el barco y el 20 de mayo siguiente llegó a Buenos Aires con 26 años. Antes estuvo un día en Sao Paulo, Brasil, a donde fue interceptarla, pero con el mayor de los respetos, un pretendiente brasilero, que se quedó nada más que con algunas fotos que le tomó a la vecina. El 24 de mayo, Rosa y Nicolás se casaron por iglesia en la capital porteña, en la iglesia San José, en el barrio de Flores. Para ella todo fue una sorpresa. El le compró un hermoso vestido blanco. Estuvieron 10 días en Buenos Aires, de luna de miel. Al año siguiente, en Comodoro, 9 meses después nació la primera de sus hijos.
Afortunada
No fue muy original Rosa, que vino a nacer un 8 de mayo, igual que su madre. Menos original fue la última de sus hermanas, que nació el mismo idéntico día.
“’¿Pero cómo hiciste?! –le decía yo—. Y se reía mi mamá, la pobre”.
Rosa es del año 25. Nació en Sanmartino, provincia de Potenza, región de Basilicata, antigua Lucania. De por ahí eran también los Torraca. De ahí el nombre del lujoso hotel que la familia construyó en Comodoro.
En Sanmartino vivía el abuelo paterno, que había enviudado hacía poco. El hijo y la nuera le hacían compañía. Pero fue en Spinosso donde Rosa pasó la infancia y donde nacieron sus hermanos. En el mismo pueblo había nacido Nicolás Torraca, dos años antes que ella. Fueron cinco los Sarubbi, cuatro chicas y un varón. Ella es la más grande y la única que está fuera de Italia. Otras dos hermanas siguen en Spinosso. La otra en Florencia.
Justo el año que nació Rosa llegó la energía eléctrica al pueblo. Capaz que viene de ahí su ánimo enérgico. “Somos todos viejos ya. La única afortunada soy yo, que todavía estoy bien, y que tengo cuatro bisnietos”, dice la bisa, que tiene muy buen humor y ríe, como dando tosecitas, con su voz ronca de hablar toda una vida, con ese tono tan típico de los italianos, efervescente, allá arriba.
La mamá era ama de casa. El papá comerciante. Tenía un local de ramos generales. Cuando Rosa era chica no había otro negocio en todo el pueblo. Su casa, antigua, de dos plantas, tenía un balcón sobre la plaza principal. Todavía lo tiene. Antonieta muestra fotos recientes, donde aparece un primo, que es el que organiza los recitales que animan esa plaza con piso de baldosas los fines de semana.
“¡Viste que lindo! Es un pueblo. Es viejo. Hay una ley que no deja que saquen las fachadas de los edificios así que está todo iguale. Pero es todo verde. Para pasar las vacaciones e lindo. Para vivir no me gusta, porque la verdad que no hay gente, todos los jóvenes se van a otro lado”.
Lo mismo hizo ella, después de la Segunda Guerra Mundial, en 1951. Recién volvería de visita en 1964. Para entonces su padre, quien más la había animado para venir a la Argentina, ya había fallecido.
“Después de la guerra vino la revolución en Italia. ¡Nosotros tuvimos diez años de guerra! ¡¿Te parece?! Murió mucha gente. Perdimos mucho. Ahí en la plaza están todos los nombres de los que murieron del pueblo, pero en la Primera Guerra mundial, que eso fue en el 15. Después perdimos la guerra. Mataron a Mussolini. Todo era un desastre. Por eso la gente emigraba, y hay que decir la verdad: que la nación argentina, abrió la puerta a mucha gente extranjera, que venía a buscar trabajo”.
A la escuela primaria fue con el uniforme del régimen fascista, toda de blanco y negro, hasta con gorro cubriendo la cabeza. “Secundario no había todavía en aquellos tiempos. Lo único que yo aprendí mucho, que no teníamos otra oportunidad ¿no?, fue la costura. A mi me gusta mucho cocer. Después del primario empecé a estudiar algo de costura y ama de casa. Porque mi papá no quería mandarme a estudiar. Ante se estudiaba de maestra por ejemplo, pero había que mandar afuera. ‘¡Sos loca vos! ¡Qué voy a mandar!’, decía. A mi hermano sí, lo mandó estudiar afuera, pero a ninguna de nosotras cuatro mandó”.
Antonieta, la hija mayor dice que “cose bien la vieja”. Que de chicos a ellos tres les hacía la ropa. Que todavía hoy sigue arreglando sus propios vestidos.
“Yo cuando vine acá extrañaba mi máquina, entonces mi marido me compró directamente una. No había acá en Comodoro todavía cuando yo llegué. Comodoro era un campo. Era feo. Pero se podía progresar”.
Spinosso
Son poquitos los recuerdos que vuelven a Rosa de su lejana infancia. Hay algunos sabores, como el de la “carne al arrosto”, el humo del carbón trepando a la planta alta desde la vereda. Así llaman los italianos al asado, o a algo que se les parece. La madre era buena cocinando. De su infancia vuelven sobre todo esos sabores.
Y en la adolescencia era los chicos con los chicos, las chicas con las chicas. Los grupitos se juntaban en la plaza del pueblo, sin mezclarse. Paseaban por los alrededores sin cruzarse. No compartían. Se aburrían los chicos de Spinosso. No había más fiestas que la de los santos. De todos y cada uno. Tan católicos ellos, los italianos. Bicicletas había muy pocas y cuando un auto aparecía todo el pueblo se alborotaba alrededor.
Pero a Rosa se le aparece de pronto la imagen de la moto más famosa de Italia, la sensación del viento en la cara. Bari no quedaba lejos de Spinosso. Un tío materno que era militar la llevó a pasear un día. “Me acuerdo que las chicas andaban en Vespa. ¡Que lindo que era! Allá en la ciudad se divertían. No era como en lo pueblo. Tenían otra cosa. Otra oportunidad. A mi me gustaba. Qué linda la ciudad. Por eso yo pensaba siempre en emigrar a algún lado. Quedarme en el pueblo nunca quería“.
Para colmo gobernaba Italia un régimen fascista, con el control absoluto sobre cuerpos y almas, y encima la guerra. Por eso a ella la entusiasmó su amor por correspondencia, la posibilidad de viajar, conocer mundo, “salir de esa monotonía”. También se sentía acechada por el tiempo. A los 25 todavía no había tenido un novio, y estaba a un paso de pasar de soltera a solterona. Entonces era todavía más cruel el tiempo para las mujeres.
Don Torraca
Sondeando en las motivaciones de su viaje, Rosa se remite al año “diechinuovo, o antes”, cuando quien sería su suegro, don Filippo Torraca, llegó por primera vez a la Argentina. Desde entonces fue habitual que trabajara acá un tiempo y volviera, y así siempre, según como soplaran los vientos. Era un sastre de primera. Trabajó en Buenos Aires, Bahía Blanca y otros puntos del país hasta que desembarcó en Patagonia, en Comodoro Rivadavia precisamente, atraído por los comentarios sobre una ciudad rica en petróleo, gobernada por una empresa estatal poderosa, y llena de oportunidades.
Entre idas y vueltas, don Torraca tuvo 6 hijos allá en Italia. Más o menos cada dos años. El segundo fue Nicolás, que nació en Spinosso, en el 23, dos años antes que Rosa Sarubbi.
Entre el 35 y el 45, Torraca y su familia perdieron cualquier tipo de contacto. Hubo una guerra mundial de por medio. Por esos años el suegro se afincó en Comodoro e instaló su sastrería, como correspondía: en calle Italia casi San Martín; y enfrente alquiló una casa. “¡Mire que ganó plata eh!”, recuerda la nuera. En la sastrería trabajaba junto a costureras y empleadas. “Era muy amable. Era un tipo buenísimo. Tenía muchos clientes. Mire que tantos años y no… ¿cómo se dice?... Siempre con su familia. No es que se hizo otra familia acá como tantos hombres, que venían, no escribían, ni nada…”.
Apenas terminó la guerra, retomó el contacto, hizo los trámites, juntó la documentación, el dinero y los trajo a todos: su mujer y seis de los hijos. Era 1948. Allá sólo quedó la mayor, que ya estaba casada. Vicente, el menor de sus hijos, llegó con 11 años. Don Filippo nunca lo había visto. Pero Filippo falleció en 1954. Sólo 6 años pasó con “la familia unida” en Comodoro Rivadavia.
Construcción
La casita que alquilaba se volvió diminuta, pero recién después del reencuentro Don Filippo decidió que valía la pena y compró su primer terreno en Comodoro Rivadavia.
Nicolás llegó siendo constructor y con ayuda de todos dirigió la primera obra de los Torraca en Comodoro. No del todo confortable al comienzo: en la casa dormían separadas por cortinas las chicas de los chicos. Pero “la gente decía: ‘¡mirá los gringos como ya tienen su casa!’ Porque los argentinos se quedaban en cualquier rancho hasta que juntaban plata y se iban a su lugar... O YPF le daba todo. No les faltaba nada”.
Era un hombre pequeño Nicolás, pero un gran trabajador. A la par de la construcción familiar trabajaba en una empresa con obras en kilómetro 3. Así aprendió el idioma y se capacitó en las técnicas constructivas en uso en Comodoro. En Italia él se había especializado en construcción con piedra. Su hermano Felipe también intentó enseguida su autonomía. Puso su carpintería, pero perdió todo en un incendio. Cuando en el 54 murió Filippo, José y Vicente siguieron con la sastrería por 3 o 4 años.
En el mismo terreno de la familia, Nicolás enseguida empezó a construir su lugar, para establecer el hogar que había fundado a la distancia. Cuando Rosa llegó en el 51 y vio su departamento a estrenar, equipado a nuevo, con amoblamiento completo, vajilla, cortinados y todo, se enamoró del esposo. En la misma casa, nació Antonieta, la primera de los hijos.
Rosa y Nicolás habían vivido infancia y adolescencia en simultáneo y en el mismo pueblo, Spinosso. La menor de las hermanas de Rosa Sarubbi jugaba con las dos hermanas menores de Nicolás. Pero ellos no habían cruzado más que algunas palabras de cortesía en la calle cuando empezaron a tener un océano de por medio. “El cada tanto iba al negocio, pero nada. Ni hablábamos. Éramos muy reservadas. No queríamos que la gente hablara”.
Dicen que de un manojo de recuerdos de la infancia o de la juventud, regados con un poco de ilusiones y coraje, cada tanto, de vez en cuando, florecen algunos amores.
Fue estando acá en Comodoro que al italiano Nicolás le empezó a picar el recuerdo de Rosita, la vecinita de Spinosso, pequeñita, de ojos dulces. Fue un año después de venirse. Allá por el 49. Empezó preguntándole sobre ella a la hermana mayor y después por su intermedio llegó al suegro.
Entonces: Nicolás hizo que su hermana Teresa le preguntara al padre de las vecinas Sarubbi, qué le parecería, si este italiano trabajador, vecino del mismo pueblo, hijo de don Filippo, establecido ahora en la próspera Argentina, del “Argentum”, que en Latín es plata, le pedía la mano de su hija Rosita para traerla a vivir con él y fundar una familia.
De la osadía del gen Torraca ya a nadie le quedaban dudas.
Rosa estaba en la casa ese día que apareció Teresa a hablar con Pascual, su padre. Y le pidió por favor que repitiera el mensaje varias veces hasta creerlo. ¿Que el más grande de los hermanos Torraca pedía su mano desde Argentina? ¡Pero si ella apenas se acordaba de ese hombre! ¡¿Cómo podía ser?!
Le brotaban sensaciones rarísimas, pero al padre, como claro, no era a él a quien querían casarlo con un desconocido, “decía que las cosas en Italia no estaban bien y que Nico era buen chico. Que conocía a la familia y que confiaba en ellos… Yo también confiaba en la familia. ¡Te lo juro! Más que en él confiaba en la familia”, recuerda Rosa.
En la próxima carta Nicolás incluyó fotos suyas y de los Torraca. “Y sí: salía bien en la foto. Yo también le mandé fotos mías”. Un año y medio estuvieron carteándose en adelante, “pero como amigos”, dice Rosa. “Como amigos”.
Él le contaba cómo iba el trabajo, cómo era la ciudad, y le fue sincero, al punto de describirle en detalle el traumático viaje que le esperaba de Buenos Aires a Comodoro, por una ruta interminable de ripio, si finalmente ella decidía venir a acompañarlo.
“Yo analizaba su forma de escribir. Y no sé. Puede ser raro esto. Pero creo que entre nosotros había mucha confianza y mucho respeto. Desde el comienzo”. “De todo menos amor”, replica Antonieta. “Ma qué diche. Amore. Amore. Yo no me iba a llenar de fantasía. Mirá si venía y acá no había nada. Yo confiaba en lo que me decía. Se notan las cosas cuando uno escribe”.
Por suerte Nicolás fue siempre un caballero. Epistolarmente intachable. Tan ubicado que a cada una de sus cartas los Sarubbi podían leerlas en familia. Los padres y hermanos opinaban que el muchacho de los Torraca era buen partido. “Y yo pensaba ‘¿qué hago, qué hago?’ No encontraba la manera de decirle que no… Fue una cosa… No es fácil, no e fácil… Solamente podía decirle que no quería viajar al exterior. Ya está. Pero…”.
Pero lo cierto que salir del pueblo, aventurarse fuera de Italia, era un deseo sincero y profundo de Rosa. Hubiera querido hacerlo con o sin Nico. Tenía 23, 24 años, y esa sensación de posibilidad que dicen distingue a los jóvenes. Y además, hay que decirlo. Tenía otro pretendiente. “No tengo por qué mentir. La cosa fue así”, dice Rosa, y mira a la hija como desafiante.
Tirones
Dos mil habitantes tenía entonces Spinosso. Todo el pueblo comentaba que Rosa se iba a la Argentina detrás de un hombre. Entonces el otro enseguida quiso sacarse la duda y mandó a una hermana a encararla personalmente. Rosa quedó impávida. Le dijo que “sí, no, más o menos”. También lo conocía al muchacho. Lo tenía de vista, de haberlo cruzado en el pueblo. Como a Nicolás. Tal vez un poco menos. El detalle fue que el hombre no mandaba a la hermana de cobarde. Es que estaba en Brasil desde el término de la guerra. Suerte rara la de Rosa. Dos pretendientes al unísono, los dos a más de 15 mil kilómetros de distancia. Y ella con un mar en el medio para decidirse por uno, se ahogaba en sus lágrimas.
“Y por otra persona me enteré que había otro, que estaba en Venezuela, que también andaba averiguando por mi”. Pobre Rosa. Tironeada a mansalva desde el lejano oeste. “Entonces. Si yo a uno le decía que no, que no quería viajar al exterior y me enganchaba con el otro: ¡era una porquería! ¿No te parece? Nosotros somos gente criada con honestidad, con sinceridad, como era también la familia Torraca. A mi me parecía como que iba cometer un sacrilegio, un desprecio al otro. Sufrí mucho, porque yo no tomaba decisión. No podía…”.
Noches y más noches se pasó revolviendo el asunto en la caldera de sus cavilaciones la pobre Rosa. Miraba la foto de Nicolás y lloraba. Los otros dos asomaban por el rabillo de su memoria, mezclados entre paisajes de Latinoamérica los tres pretendientes, italianos buscando italianas al otro lado del mar. Reía de pronto, no dormía, lloraba, no comía. Venezuela, Brasil, Argentina. Tres hombres esperando por su amor, que todavía no había tenido dueño.
Ventaja
Rosa suena tranquila, pero se agita tan nerviosa como entonces. Se bambolea en el banquito y no para de arreglarse la ropa. La hija la reta. Ella se queja. “¡Ma qué!”.
“Es una historia muy rara –dice—, pero muy linda de contar, porque no es una historia común”.
Nicolás, también es cierto, tenía varias cartas de ventaja. Un año y medio de relación epistolar lo ponían al tope del ranking de preferencia, pero Rosa se tomó su tiempo para meditar el asunto. “Simplemente yo estaba pensando, analizaba la cosa. Porque no era una chica frívola como son ahora”. “Pero no son todas frívolas ahora”, le reclama Antonieta. “Sí. La mayoría. Hoy se conocen mañana se van a la cama. Ya está”, retruca Rosa.
Rosa hizo jugar el tiempo a su favor. Esperaba que Nicolás le escribiera diciendo “Bueno, me cansé de esperarte”. “Me hubiera gustado que me diquera así. No me hubiera ofendido para nada”, dice Rosa y su risa ronca se le enreda en las palabras. En cambio, Nicolás volvió a escribir diciendo: “tengo la casa lista para nosotros”. Y en la misma carta mandó los papeles para que Rosa firmara y se embarcara a la Argentina en cuánto pudiera. Rosa volvió a desesperar y a llorar y a no dormir.
Pensaba en su vida, los años, la distancia y en las decisiones que el destino siembra como migas en el camino de cada quien, hacia cada cual. Finalmente, en compañía de su padre, Rosa firmó los papeles y quedó emparentada para siempre con la familia Torraca. Se casó el 2 de diciembre de 1950. Acá la esperó Nicolás. Juntos, construyeron una familia.
Fuente: "El Libro de los Pioneros". Fundación Nuevo Comodoro / Federación de Comunidades Extranjeras