Son las siete de la tarde y Ricardo Quelín (45) se prepara para otra noche de cocina en La Huerta, el restaurante escondido que funciona sobre la calle Necochea, allí donde comenzó el boom cervecero que hoy es tendencia en diferentes rincones de la ciudad.

El chef comodorense se sienta hablar con ADNSUR y los pedidos no paran;  es el chef ejecutivo del lugar y está en todos los detalles, desde el dj que va acompañar la velada hasta la pareja de novios que celebrará su matrimonio en pocos días.

Ricardo atiende cada consulta, pide disculpas ante la interrupción y sigue: la vorágine del restaurante se muestra tal cual es y él lo disfruta sabiendo que hace lo que ama, tal como dice. 

“Yo soy gastronómico y no lo voy a cambiar. Es verdad que la gastronomía es muy absorbente, siempre lo fue, pero tengo la suerte que hago lo me gusta. En la primera clase de gastronomía me di cuenta que era lo que quería, entonces es algo que lo hacés con ganas, con pasión y lo ves de otra manera”, dice sin rodeos. 

La historia de Ricardo es diferente a la de muchos chef. En su caso no creció con una gran cultura culinaria ni heredó la pasión gastronómica de la familia, sino que fue una búsqueda. 

Tenía 18 años cuando se fue a estudiar a Buenos Aires. Recién salido del Colegio Perito Moreno sabía que su destino era estudiar en la gran ciudad, pero no sabía qué. Cuenta que las opciones eran varias, desde abogacía a gastronomía, también psicología y música, pero se quedó con la cocina. 

“Lo mío fue muy loco, muy atípico. Yo sabía que me iba a ir afuera a estudiar. Eso me inculcaron mis padres para conocer otra cosa. En ese momento no había tanta info como hay hoy con respecto a la gastronomía. Mi idea era abogacía, psicología, música y gastronomía y como que fue por descarte. Dije ‘voy y pruebo’, pero no me olvido más que cuando entré a mi primera clase de cocina y ví al chef de blanco dije ‘este es mi lugar, quiero el nivel que tiene este tipo que me está capacitando”.

Ricardo admite que en esa época no diferenciaba “un peceto de un lomo”, para él era “un terreno cien por ciento virgen”, cero base. “No sabía que un pan llevaba levadura, pero sabía que me gustaba”, dice sin tapujos. Pero así empezó. 

Quelín dio sus primeros pasos en la Escuela Superior de Hotelería en San Telmo, un espacio educativo que ya no existe. Allí cursó el primer año, aprendiendo lo básico de la cocina. Y cuando terminó el ciclo lectivo volvió a Comodoro Rivadavia, sin saber que el destino tenía otros planes para él. Es que en medio de las vacaciones, Ricardo sufrió un vuelco que le produjo fisuras en un par de vértebras cervicales, y no pudo volver a Buenos Aires de inmediato.

Sabía que el año estaba perdido, se quedó en Comodoro Rivadavia, pero en cuanto pudo dejó el nido de Tres Sargentos y La Plata, volvió a la gran ciudad y buscó trabajo para ganar experiencia. 

“Le dije a mi viejo me voy y no paré de trabajar hasta el día de hoy. En ese momento no me importaba ni cuánto me pagaban, ni las horas que trabajaba. No me importaba nada. Yo quería hacer lo mío. Todos los días me iba de Microcentro a un restaurante de San Isidro. Tardaba como dos horas en llegar. Primero tomaba el subte, luego un tren y después el colectivo”. 

En Stud Santa María de Giles, Ricardo aprendió con práctica cómo era trabajar en una cocina, y al otro año, cuando volvió al instituto, vio los frutos de lo invertido. “Ahí cambió totalmente mi forma de ver la carrera. Era completamente distinto porque tenía 8 o 9 meses de práctica profesional, entonces adquiría conocimientos muchos más rápidos. Por eso siempre le decía a mis alumnos: ‘practiquen, no importa el pago, importa el conocimiento, el dinero viene después’. Así te vas dando cuenta como es el camino del chef”.

Mientras cursaba, Ricardo también tuvo una experiencia en la jefatura de cocina. Fue en Villa Gesell y aprendió mucho de esa experiencia. Es que se dio cuenta que todavía no estaba capacitado para tomar tal responsabilidad, así cuando llegó el momento de buscar nuevamente trabajo continuó apostando a ser ayudante. 

En total estuvo 8 años en Capital Federal, trabajando en diferentes locales gastronómicos, algunos más chicos, otros más grandes, pero todos aportando experiencia y formas de ver la gastronomía. 

Pero un día decidió regresar al pago chico, quería alejarse de la vorágine de Buenos Aires, no tener que viajar tres horas por cada trabajo y aprovechó una propuesta que lo tentó: dar clases en el ISGH, aquel lugar que fue escuela de los grandes chef de la ciudad.

A su regreso Ricardo combinó el trabajo en aulas con asesoramiento y apertura de locales. Trabajó como jefe de cocina en Dionisis, el primer restaurante que tuvo Daniel Lee, y asesoró a otros locales, como Café del Sol y el restaurante La Playa de Kilómetro 3. 

Pero un día otra vez el destino volvió a tocar su puerta para cumplir aquella cuenta pendiente que tenía: estar con los mejores y ver si estaba a la altura.

Ricardo, recuerda cómo empezó todo. “Me acuerdo que un chef de Buenos Aires vino a dar una capacitación al instituto y hablando comentó que había estado en Europa, que se había capacitado en un restaurante estrella Michelín. Entonces dije ‘este es el camino’. Él mismo me contacto con alguien de España. Envíe un email, curriculum, y me dieron una fecha exacta donde tenía que estar en el lugar. Así que viaje y cuando llegué me dijeron ‘acá vas a dormir, en unas horas arrancamos’, y así fue”.

Ricardo aterrizó en la cocina del gran Martín Berasategui, un restaurante de San Sebastián calificado con 3 Estrellas Michelin. La oferta era concreta, casa y comida, a cambio de trabajar ad honorem en esa majestuosa cocina; un máster en materia gastronómica. 

“Era otro mundo. Eran 60 cubiertos y éramos 60 cocineros, un batallón de gente. La cocina era igual que el salón, algo impresionante. Y para tener las tres estrellas su base era tener un producto fresco todos los días, entonces todos los días se arrancaba de cero. Entrábamos a las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde, y después de 19 al cierre, pero no había noche tranquila, no había mediodía tranquilo.Imaginate que en un lugar como ese es todo por reserva y todos los meses está todo reservado”.

En San Sebastián Ricardo compartió con otros chef de distintas partes del mundo, una pasantía completa donde vivió de cerca la alta cocina; una experiencia que le apasionó pero no quiso elegir a pesar que le ofrecieron trabajo. 

“Yo nunca fui con otra visión más que conocer lo que es, aprender lo que se pueda y ver si uno está a la altura, porque de alguna manera estás jugando con los mejores. En el camino uno encuentra otras cosas y cuando me ofrecieron trabajo dije que no, porque si bien tendría mucho más conocimiento que el que tengo ahora, no era lo que buscaba; lo que buscaba era saber si podía estar en las grandes ligas, entonces esa cuenta estaba saldada, y era un ritmo difícil de seguir que a mi me encantaba, pero yo quería volver a Comodoro con mi ritmo tranquilo. No buscaba otra cosa”.

En San Sebastián Ricardo aprendió muchísimo de gastronomía pero también de ética laboral, porque como cuenta ahí tiene que ser todo perfecto, y sino lo es se lo hacen saber. “El pan tiene que ser perfecto, la bebida, la ambientación, no hay margen de error, no importa nada, no hay error. Me acuerdo que en los primeros días acomodé un plato mal un centímetro y me llamaron la atención duramente, pero después del servicio nos fuimos a tomar algo todos juntos. Entonces eso me enseñó que no es algo personal, sino laboral, y hasta el día de hoy trato de implementarlo”.

A su regreso a Comodoro, Ricardo continuó dando clases en el instituto, y asesorando locales gastronómicos. Así, participó de la apertura de Arenas Club, y hace dos años comenzó a colaborar con Barket. Por ese entonces, ya había dejado el Instituto de Gastronomía luego de 17 años. 

Como todos los locales gastronómicos, la cervecería no estuvo exenta de la crisis que produjo la pandemia. Sin embargo, con la reapertura  llegó un nuevo desafió: La Huerta, el restaurante escondido, donde hacen de todo, desde clases hasta catering, eventos y viandas.

Ricardo asegura que el proyecto siempre lo mantiene siempre ocupado y en constante aprendizaje, algo que lo motiva. “Estamos convencidos de nuestros platos. Nos gustan, pensamos, los modificamos. A veces los dejás en pausa y a veces los descartás porque algo no te termina de cerrar, pero lo hacemos convencidos”.

Respecto a su esencia gastronómica, el chef no anda con vueltas y lo explica con la enseñanza que le dejó su primer docente. “Él siempre me decía lo mismo, ‘es mejor una buena milanesa a un mal pato’. Entonces no sé si hay algo que me define como chef pero siempre quiero hacerlo bien, que el producto que vos saqués lo puedas defender. Pero es verdad que me inclina la gastronomía del detalle, del producto elaborado y demás. Barker es más tex mex, estilo frituras, tablas, y huerta más gourmet, del toque, el hielo seco, el salmón marinado. Pero siempre la base es el producto bien hecho”. 

Con casi 25 años de experiencia, Quelín acepta que un plato no le guste al comensal, mientras reconoce que está bien hecho. Está contento de haber trabajado en buenos lugares y asegura que comenzar en un buen restaurante es fundamental para poder crecer en la carrera. 

Es que como dice, eso te da un buen manejo de producto, mercadería y cliente, a fin de cuentas ese el jurado de la profesión que alguna vez encontró y nunca más dejó, apostando al primer nivel de la gastronomía.

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