COMODORO RIVADAVIA (ADNSUR) - Un grupo de vecinos inició una campaña de petición de firmas a través de la plataforma change.org para que el edificio de guardavidas de la costanera local sea rebautizado con el nombre de Luis Mora, en homenaje al recordado nadador que enseñó a muchas generacionesa nadar en el mar, de forma segura y respetuosa con el ambiente.

Según pudo conocer ADNSUR, el pedido va dirigido a las autoridades municipales, que al inaugurar el nuevo espacio físico, con amplias instalaciones para el servicio de guardavidas, lo hizo  con el nombre de Roberto Grupallo, en reconocimiento a la labor realizada por el actual jefe del servicio de guardavidas.

El pedido es para que el edificio sea renombrado “con el nombre de Luis Mora, quien dedicó su vida entera a enseñar a nadar de manera desinteresada a cientos de comodorenses”, señala el pedido.

“Esta persona –añade la petición- nos enseñó a respetar y disfrutar de nuestro mar, nadando en aguas abiertas. En el lugar donde actualmente está emplazado el edificio de Guardavidas, Luis Mora empleaba una humilde casilla para dar charlas teóricas y armar grupos para ingresar al agua”.

La petición, en suma, no cuestiona la labor y el reconocimiento de quienes hoy ejercen una importante tarea en la comunidad, pero apunta a sostener la memoria y el respeto a una figura que hace a la historia de la ciudad.

Recordado por su particular carácter y la transparencia de actuar, entre cuyas herramientas se destaca “el chancletazo” con el que enderezó a más de un cuarentón que hoy lo recuerda entre nostalgias y carcajadas francas, la labor de Mora es valorada por quienes lo conocieron de modo directo como por quienes oyeron de sus hazañas.

Un recuerdo atesorado por comodorenses

Las noches venecianas, las travesías entre km.3 y el puerto o aquellos recordados duelos con Matías Albornoz, para romper el record de permanencia en el agua, son parte de un acervo que enorgullece a quienes lo vieron brillar, entre las décadas del 50 y 70, luego de radicarse en la urbe petrolera, llegado desde su Chile natal.

De aquellos tiempos, con la cálida evocación en la pluma de Javier Zaldivar, de su libro “Recuerdos compartidos” (*), extraemos el siguiente relato, bajo el título “Cierre los ojos, abra la boca… paff”:

Para que no te la cuenten cambiada, te confirmo  que el zapatillazo era siempre uno solo. Considero necesaria la aclaración; son sucesos que tienen ya mucho tiempo y pueden caer presos de algún capricho de la memoria. Un relato desatinado dibujará una imagen también errónea: la de un hombre en remolino repartiendo a diestra y siniestra. Subsanado el posible fallo, podemos redondear el concepto con una nueva  aclaración, también necesaria: el zapatillazo era siempre uno pero no el mismo. Su intensidad crecía o menguaba según el tamaño de la macana, y gracias a esa flexibilidad adquiría el status de método, de escala de valores.

 La escuela de natación –o colonia de vacaciones, no sé bien cómo llamarla- funcionaba cada verano en la costanera. Ahí nos estaba esperando: bajito,  chueco y con gran caja torácica, zunga al estilo nadador deportivo y piel morena achicharrada de soles y soles. Junto a él su amada Norita, también de baja estatura, la piel denunciando los mismos soles, el mismo tiempo. Nos cambiábamos en una casilla cuya imagen aun retengo pero no me animo a describir; te debe haber pasado reencontrar el enorme baldío de la infancia y sorprenderte de que tuviera cuatro metros. El tiempo traiciona la percepción pero no cambia el sentir: las toallas colgadas, el banco de madera, el baño.

Fila india para revisión de uñas. A la mínima tierrita, aplicación del método: “dese vuelta, agáchese. Paff”.

Es que se hacía mucho hincapié en la higiene personal.

Ceremonias

Encallado sobre las piedras descansaba el bote de madera. Tratábamos de permanecer anónimos, ocultos entre la multitud; megáfono en mano, el ojo avizor siempre nos detectaba. “Zanahoria”, “Flequillo” y al bote, que se alejaba a golpe de remo. Una vez alcanzada una distancia prudencial –adjetivo que acaso pudiera admitir unas comillas malintencionadas- empezaba el mano a mano, la carrera de regreso a la costa. “Zanahoria, Zanahoria…”, coreaban el nombre de su favorito los que habían quedado en tierra.

El apodo se ganaba a los pocos días de integrarse al grupo y atravesar el ritual de bautismo. Te acostaban en una mesita puesta a la orilla del mar y te cubrían el cuerpo con harina. Te hacían rodar sobre la mesita y caías al agua; al levantarte lleno de engrudo escuchabas otra vez un coro: los compañeros gritaban tu nombre; surgía ahí, acaso de manera espontánea. Desde entonces ya eras “Chocolate”, “Hombre Montaña” o “Mojarrita”.

Cuando la marea estaba alta se practicaban los clavados. Los chicos caminando para el lado del puerto, el bote remando pegadito a la costa. Fila en el espigón y de cabeza o bombazo, podías zambullirte con el estilo que eligieras.

Al cierre del ciclo la escuela le daba a la ciudad una velada mágica. Nadadores en raid arrojándose desde el puerto y los chicos tomando el centro: capas rojas con lentejuelas, tridentes y coronas, cuerpos cubiertos de vaselina para resistir el frío.   Sobre las piedras, las piras incendiarias, construidas con  cajones de verdura recolectados durante la semana. Fuegos en toda la costa, noche veneciana en  pueblo patagónico.

Enseñanzas

Coordinación,  biomecánica, acción de piernas, técnicas de brazada. Crol, pecho, mariposa. Optimización de la fuerza propulsora para cada estilo. De todos estos temas, recurrentes en la enseñanza de la natación, creo recordar que nunca se dijo ni jota.

Sí recuerdo el hambre atroz que daba el mar y el sanguchito con vascolet (en botella de 300 cm.3) que podías comprar en la academia. Y también debe flotar –en la memoria y en el viento- el grito eterno. Ese que sintetizaba el método y acababa con las especulaciones: “AL AGUA MIS NA’ADORES. EL ULTIMO UN ZAPATILLAZO…”.

Ilustración: Gabriel Sendón.
(*) Autores: Javier Zaldivar, Gustavo Calderón, Gabriel Sendón. Editado por Vela al Viento, ediciones patagónicas
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