El objeto de devoción de los coleccionistas: la historia de las estampillas
Cansado de no poder cobrar la correspondencia, el Servicio Postal Británico autorizó este invento de Rowland Hill. La historia de cómo empezaron a viajar las primeras estampillas.
Cuando un objeto es trascendente en una organización social, por fuerza se va metiendo, re-significado, en el lenguaje cotidiano. Se me vienen a la memoria dos metáforas deportivas que hoy estarían afuera de cualquier contexto. El tono imperativo del director técnico al defensor central que debe entorpecer al mejor jugador contrario: “No lo dejás mover, te le pegás como estampilla”. O la frase del ya fallecido Juan Domingo Martillo Roldán, destacado boxeador de los años 80, publicada como título en El Gráfico: “Ese negro no pega ni estampillas”, en alusión al escaso poder de los puños del rival.
La historia comenzó a escribirse en el siglo XIX. El Servicio Postal Británico enfrentaba un severo problema en el cobro de la correspondencia, que hasta entonces era abonada por el destinatario. En la práctica, después de todos los gastos devenidos de la recepción del sobre, los kilómetros recorridos y los perros esquivados, era bastante común que el cartero recibiera una rotunda negativa. Por no poder pagarla, por no querer ya saber de esa persona o porque –se dice- el mensaje ya estaba contenido en el sobre mismo gracias a un código común, el receptor solía devolver la carta al remitente ¿Y el cobro del servicio? Bien, gracias.
Aquí es donde aparece Rowland Hill, inventor, político y docente, y eleva al correo su proyecto de reforma: las cartas debían ser pagadas desde el origen; un sello adhesivo emitido por el estado y abonado por el remitente funcionaría como certificación de dicho pago.
En 1840 nació Penny Black, la primera estampilla del mundo, que lucía la efigie de la Reina Victoria. El nombre se le dio por el valor que representaba y el color de fondo: un penique negro. Hecha la ley- hecha la trampa, nació el matasellos, con el que se marcaban las estampillas para impedir lo que a cualquier cristiano se le ocurriría: despegarlas y volverlas a usar.
Penny Black duró en circulación menos de un año. El matasellos rojo era fácil de borrar y la estampilla era reutilizada una y otra vez. Al año nació Penny Red y con el tiempo, fruto de esa interacción entre el gobierno y el ingenio de los tramposos, se fueron agregando letras de verificación y otras protecciones adicionales. También nuevas burlas y falsificaciones.
Pero si Penny Black fue efímera, la idea en cambio trascendió los tiempos y las distancias: la adoptaron todos los gobiernos. En lo sucesivo los sobres, otrora blancos, necesitaron de su adorno para salir al mundo
Y cada estampilla comenzó también a hablar por sí misma: de su lugar de origen, de las condiciones en que fue creada, de personajes históricos y momentos trágicos o maravillosos.
PALABRAS DE FILATELISTA
Me resultó muy difícil explicarle a Benja qué eran las estampillas; para qué se usaban, cómo se comunicaba la gente a través de cartas y el tiempo que tardaban.
Cuando le mostré algunas estampillas, exóticas o de países lejanos, le resultaron totalmente indiferente. Cualquier consideración sobre ese país la podía encontrar enseguida: googleando, por un jugador de fútbol o porque se le había cruzado un video de Tik Tok. Eso estuvo muy bueno: no solamente no sabía para qué servía una estampilla, también su percepción sobre la lejanía o la cercanía y la información del mundo era absolutamente distinta a la mía.
En San Julián, e imagino que en Comodoro era igual, no había un negocio donde ir a comprarlas. Yo tenía un periplo armado y conocía a la gente que había venido de Grecia, que había venido de Alemania (en esa época todavía no había caído el muro, todo lo que venía de ese otro mundo estaba rodeado de mito)… Recibía estampillas de Inglaterra, de Italia o de Malvinas.
Entonces terminabas conociendo a la gente que había nacido en esos lugares y emigrado. Las estampillas significaban ir a charlar con ellos un ratito. Me imagino el “Uh, ahí viene el pibe de las estampillas” al sentir la puerta
A veces uno conseguía, por extraño azar, estampillas que alguien tenía de años en la casa. No teníamos cómo contrastarlas: en ese momento apenas había radio AM, algunas horas de televisión, una enciclopedia en casa o la chance de ir a la biblioteca. Era muy difícil saber de dónde venían.
También me pasó que terminé aprendiendo un montón sobre países que finalmente “no existían”. Memel, Tsingtao... Territorios que eran colonias y terminaron anexados a otros estados, o lugares donde se habían peleado batallas decisivas.
Pero lo más interesante de todo esto es que uno terminaba con una conexión emocional con las personas y lo que – podríamos decir- era un cúmulo de cultura general acerca de dónde quedaba un país, cómo era la bandera, qué idioma se hablaba.
Nada: esa puerta, esa puerta gigantesca a un recóndito lugar del mundo, se abría apenas por una estampilla.
SUSURROS
Hoy la gente molesta ya no se pega como estampilla. Aún sigue ahí y continúa siendo difícil quitárnosla de encima, pero la metáfora perdió validez. Cuando un objeto deja de ser trascendente comienza a menguar su impacto en el hablar cotidiano.
Las palabras ya no necesitan viajar durante meses ni saltar océanos y continentes. Las distancias se han achicado tanto que los mensajes son instantáneos, gracias a un teléfono que sabe mucho más que nosotros.
Objeto de devoción del coleccionista, vinculadas a un tiempo de silencio e introspección, las estampillas siguen ahí y continúan susurrando cosas. Un poco más bajito ahora que el mundo habla todo el tiempo.