Estudiar de grande: tiene 78 años y decidió empezar la escuela para aprender a leer y escribir
Hace un año, Amanda López decidió que era momento de cumplir una asignatura pendiente y, con 78 años y tres nietos, comenzó a estudiar en la Escuela 613 del barrio Ceferino. Cada tarde asiste a clases junto a otros 11 compañeros, entre ellos un petrolero que está cerca de jubilarse y una ex operaria de Guilford que aún espera reinsertarse en el sistema laboral. Son gente de diferentes edades que por distintos motivos decidió volver a las aulas para vencer el analfabetismo; una historia de cuadernos y lucha.
Son las 7 de la tarde, Amanda está sentada delante de la clase, en el medio, frente al pizarrón. Su bastón de tres patas y caño descansa al lado del pupitre. Su cuaderno refleja la tarea del día y ella escucha atenta cada palabra de la docente. Es el regreso a clases luego de un fin de semana extra largo sin precedentes y está feliz, otra vez volvió al aula donde puede aprender, compartir e ir por su gran objetivo: aprender a leer y escribir.
Amanda tiene 78 años y más de una vez lo intentó, pero la vida, una y otra vez, la obligó a dejar el aula para hacer frente a otras obligaciones. Esta vez es diferente, sabe que no hay obstáculos, solo el tiempo y el desafío del día a día.
“Hace más de un año que vengo, del año pasado”, dice con cierta timidez. “Quiero terminar la primaria porque yo no la hice. Donde yo me crié me enseñaron a trabajar nomás”, cuenta al equipo de ADNSUR que visitó su escuela.
DEL CAMPO AL TRABAJO
Amanda nació en San Cristóbal, una pequeña ciudad de Santa Fe. Hija de una familia numerosa, comenzó a trabajar desde chica.
Con 8 años ya sabía lo que era el esfuerzo del trabajo, cuidando niños y limpiando casas.
A la distancia cuenta que trabajó con muchas familias. A veces cama adentro, a veces volviendo a su casa, pero siempre lejos de los libros. Hasta que a los 25 años, Carmén y Pepe, unos patrones españoles que tuvo, le ofrecieron venir a Comodoro con ellos.
Amanda sabía que era lejos, pero con la esperanza a cuestas armó las valijas y vino a la Patagonia a cuidar los dos hijos de la familia. “Era chiquito Comodoro, no había nada, pero me gustó”, dice con una sonrisa volviendo en el tiempo. “Cada tanto viajaba al norte a ver a mi hermana, pero cuando se fueron mis patrones quise quedarme”, admite al recordar esa época.
Cuando se quedó sola, Amanda continuó trabajando en casas de familias alquilando y con el tiempo comenzó a formar su propio hogar. Es que tiempo después conoció a Víctor, un tucumano con orígenes similares con quien decidió compartir la vida y ser padres. Así se convirtieron en padres de Cecilia y, más tarde, de Oscar.
Por cosas de la vida, Amanda nunca pudo volver a la escuela. Por salud o distancia, estudiar siempre fue complejo, hasta que el año pasado le dijo a su hija que quería aprender a leer y escribir. Cecilia admite que era “un deseo que le afloraba del alma, poder conocer las letras”.
“Hoy por hoy va al colegio, aprende y está súper motivada”, dice con orgullo, sabiendo que su madre tarde o temprano podrá unir esas letras que le dan sentido a los textos. “Le está poniendo toda la garra del mundo. Estoy muy orgullosa de ella”, admite.
Amanda, abuela de tres nietas de 6, 4 y 6 meses, por su parte, admite que le gusta mucho estudiar y sin dudar sentencia: “Yo quiero aprender a leer. Ojalá que se dé, porque me hace falta”.
APRENDER Y EVITAR LA DESERCIÓN
En Comodoro funcionan cuatro Escuelas Permanentes de Jóvenes y Adultos: la 610 que funciona en la 83, la 614 que tiene sede en Alem y Dorrego, la 611 que funciona en la escuela 126 de zona norte y la 613 que funciona en Martín Fierro y Kennedy.
Este establecimiento al que asiste Amanda, se creó en 1958 y en la actualidad cuenta con casi 150 alumnos que asisten a la sede principal en el edificio de la Escuela 5 o algunos de los centros educativos que funcionan en distintos puntos de la ciudad.
Cristina Hernández es la directora del establecimiento. Hace 24 años, la docente trabaja en esta escuela donde la cursada es distinta a un primario tradicional. “La modalidad tiene su propio diseño curricular y está basado en las capacidades de los estudiantes, los saberes previos y la experiencia que ellos traen”, cuenta al respecto a ADNSUR.
“La evaluación es flexible porque es abierta toda la modalidad. No hay notas, no es anualizado, es ciclado y tenemos tres proyectos formativos: Alfabetización, Formación integral y Formación por proyecto, que son quienes egresan”.
Las Escuelas Permanentes de Jóvenes y Adultos reciben a jóvenes a partir de los 16 años en adelante, no tiene límite de edad y, de alguna forma, se ajustan a la demanda del estudiante. Así, llegar tarde no es un inconveniente si está justificado y tampoco el ausentismo porque, como dice Cristina, el objetivo es aprender y evitar la deserción. Por esa razón, es fundamental el rol que cumplen los docentes. “Eso es algo que siempre recalco, el papel que juega el docente”, dice la directora con certezas. “Cuando se crea un vínculo con el estudiante, o si el estudiante logra ese vínculo con el docente, lo sigue adonde sea, y es algo muy importante en la modalidad”.
Alejandra Martínez sabe que es así, de a poco va conociendo este nuevo rol al que invita la docencia en la modalidad adulto. En su caso, siempre trabajó en escuelas de gestión privada y este año, luego de varias suplencias, por primera vez es titular en la escuela 613. “Era una asignatura pendiente que tenía”, cuenta. “Tenía compañeras que habían trabajando y me decían ‘es otra cosa, tenés que ir porque la experiencia es otra completamente diferente’. Primero comencé a hacer suplencias cortas y salí maravillada porque cada uno trae su historia y por diferentes motivos dejaron de estudiar. Entonces vienen con esa ilusión de sentarse, de escuchar, de aprender y dar lo mejor que tienen”.
Alejandra cuenta que se trata de relacionar el contenido a la vida cotidiana. Así, el miércoles, un gran mapa servía de ejemplo para poder hablar de las Islas Malvinas, compartiendo recuerdos y experiencias.
Amanda, Juana y Faustino, por ejemplo, recordaban aquellos tiempos de apagones y camiones militares circulando por la ciudad. Gaby, que es originaria de Bolivia, en cambio, contaba cómo sus hijos le contaron sobre las islas gracias a lo que aprendieron en la escuela. Es que en el aula se entrecruzan diferentes historias, vivencias y motivos que los llevaron a retomar la escuela de grandes.
DEL PETRÓLEO AL AULA
Faustino, por ejemplo, tiene 57 años y es petrolero. Sabe que está cerca de la jubilación, pero también que es momento de aprender a leer y principalmente a escribir. “Me falta estudio y hoy en día, si no sabés escribir o no sabés hacer un parte, no podés estar en la industria porque te dicen: ‘vos tenés que estar, tenés que aprender’”.
“Uno cuando es chico piensa de otra manera, como que te las sabés todas. Cuando era chico me decían ‘estudiá’, yo iba, pero llegaba a la escuela y me iba a jugar por ahí. Cuando me iban a buscar estaba, pero no hacía nada. Y un día me tiraron de la oreja, no me gustó y dejé”.
Faustino iba a tercer grado cuando dejó sus estudios en Gobernador Gregores, el lugar donde nació. Su vida continuó en San Julián y más tarde en Río Gallegos, donde trabajó en YPF. Fue en la década del 90 en que llegó a Comodoro, donde se desempeña como maquinista en una contratista petrolera. “Si todo va bien, vamos a ver si podemos terminar para capacitarme un poco más. Mientras se pueda vamos a darle para adelante”, dice con orgullo.
Juana tiene 62 años y está sentada al fondo de la clase. Durante la entrevista a clase abierta, no interactúa mucho, hasta que se anima y cuenta. “Yo trabajé toda mi vida por eso no pude estudiar, ni siquiera de chiquita. No conocí a mi mamá, tampoco a mi papá. Me crié con una abuela y me fui a trabajar a los 8 o 10 años”.
Como Amanda y Faustino, Juana conoció el trabajo en la niñez, una característica que se repite en muchos casos. En esos años de niñez y adolescencia, su actividad principalmente estuvo abocada a la limpieza de casas, hasta que a los 18 años pudo ingresar a la textil Guilford.
Durante más de 40 décadas trabajó en esa prestigiosa fábrica hasta que en 2017, quedó en la calle junto a otros 280 operarios, una injusticia de esta Argentina que tantos trabajadores ha dejado a la deriva.
“Hice de todo en la planta. Fui urdidora de hilo, estuve en texturizado, puntilla, hilado. Entré a los 18, me iba a jubilar con 42 años, pero cerró cuando llevaba 37. No nos pagaron nada, nos quedamos en la calle y ¿quién me iba a tomar? si era grande. Anduve por todos lados buscando trabajo”, dice, lamentándose aún por todo lo que pasó con el cierre de la fábrica y el abandono empresarial.
Juana cuenta que muchas veces intentó estudiar, pero le dedicaba mucho tiempo a la planta, hacía muchas horas extras y siempre dejaba. Sin embargo, nada importó cuando los dejaron en la calle.
Ahora va por su propia revancha con la certeza de lo que busca. “Yo quiero aprender a leer y escribir, es lo que más quiero, porque hay un montón de cosas que uno no sabe hacer hoy en día. Vamos bien, mi nieta me ayuda, la más chiquita que va a tercer grado. Ella me enseña, me dice por ahí, ‘abuela, te falta una letra’. Así que entre las dos hacemos la tarea”, dice la mujer, madre de cuatro hijos y abuela de cuatro nietos.
ENTRE LA ADULTEZ JOVEN Y LA SUPERACIÓN
Juan Ezequiel Hernández es uno de los más jóvenes de la clase. Tiene 35 y su historia es diferente, quiere aprender para progresar y para cambiar su vida. “Me crié en la calle y ahora estoy laburando de albañil. Vine a terminar de estudiar, no puedo seguir laburando porque no tengo estudio y vine para cambiar mi vida, mi forma de pensar. Andar en la calle no es bueno. Así que tranqui, aprendiendo”, dice con una risa tímida.
Juan llegó a los 5 de Puerto Madryn. Cuenta que se crió en la calle y no duda al decir que nunca tuvo apoyo. “Nunca tuve apoyo. A los 7 años me soltaron y me crié solo. Pero bueno, de a poco dicen que uno va cambiando, no, deja de hacer cagadas. Hay que saberse llevar y respetar a todos los compañeros, por más grande o chico que sea, porque con el respeto se llega a todos lados”, dice con seguridad.
Gaby Jaldin también es del grupo intermedio. Tiene 40 años y nunca pisó una escuela hasta ahora. “Yo soy de Bolivia, del campo, y nunca fui a la escuela. No sé nada. Pero quise venir porque cuando iba a la escuela de mis chicos tenía que esperar a que termine la reunión de papás para que la seño me diga donde poner aunque sea una marca para que quede anotado que fui a la reunión”.
Gaby deja ver que nunca se sintió cómoda con no saber leer ni escribir. Y el año pasado, en una escuela le contaron la posibilidad de comenzar a estudiar. Sin embargo, no lo veía posible. “Me dijeron que yo podía estudiar todavía, pero yo dije ‘¿cómo voy a estudiar si soy grande? Nunca voy a aprender’, pero me insistieron para que venga y un día vino mi marido y me anotó”.
Con orgullo, Gaby cuenta que ya comenzó a entender palabras y poco a poco va aprendiendo, no solo a entender las letras y los escritos, sino también a usar la tecnología, como la tarjeta de débito u aplicaciones. Cuando habla se la escucha feliz, agradecida. “Esto fue muy bueno para mí”, dice con orgullo, asegurando que su meta es aprender a leer y escribir como todos, demostrando que nunca es tarde para intentarlo; tal como lo muestra Amanda, la mujer que a sus 78 años decidió volver a las aulas.