Pablo Lema (54) ingresó a la sala de terapia intermedia de COVID-19 donde estaba internado su papá, Hugo Lema (78), trabó la puerta, lo abrazó y le dijo "te amo".  “Cuando recibí el llamado de la médica estaba en un bar. Me dijo que mi viejo, que llevaba cuatro días de internación, no estaba saturando bien y que, por sus antecedentes cardíacos, el pronóstico no era bueno. Aunque en ningún momento me habló de muerte, yo interpreté que mi viejo se moría y no pude soportarlo. Agarré el auto y me fui hasta la clínica”, explicó el hombre, quien prefirió no revelar el nombre de la Institución “para evitar otro conflicto”.

“No lo pensé demasiado: entré al lugar sin hacer la fila mientras los de seguridad, un hombre y una mujer, me preguntaban: ‘Señor, ¿a dónde va?’. No les contesté y, rápidamente, me metí en el ascensor. Llegué al quinto piso y empecé a buscar el número de la habitación. Ahí se me cruzaron un par de enfermeros en el camino, me decían que no avanzara, que estaba prohibido, que era peligroso, pero a mí no me importaba nada”, relató Pablo con la emoción aun a flor de piel.

“Creía que mi papá se iba a morir y yo no le había dicho cuánto lo amaba, cuánto lo valoraba y cuánto le agradecía por la vida que me dio”, agregó.

Tras ingresar a la habitación, Pablo apretó el “botoncito” para trabar la puerta e impedir que lo alcanzara el personal médico y de seguridad que lo corría por el pasillo. “Cuando me vio entrar Papá se sorprendió. Estaba quieto y con una cara de susto que jamás le había visto. ‘¿Qué hacés acá? ¡Te vas a contagiar! ¿Estás loco?’, me dijo. Yo lo abracé y le dije: ‘Te amo’. Él me regaló una sonrisa que no olvidaré en mi vida, rememora Pablo del otro lado del teléfono con la voz entrecortada.

La secuencia completa duró menos de un minuto. En ese lapso de tiempo, el hijo de Hugo Lema (que había recibido la primera dosis de la Sputnik V unos días antes de contraer el virus) logró filmar un mini video que, en ese momento, compartió con su familia. “Miren dónde estoy. ¿Todo bien, papi?”. “Todo jamón, jamón”, dice Hugo en bata, desde la camilla.

Año 2006. Hugo junto a su hijo Pablo y sus nietas las mellizas Micaela y Camila

“Después, lógicamente, me sacaron de la habitación y me echaron del lugar”, explicó Pablo e intentó justificar su accionar. “Actué preso de un impulso y del miedo. Papá y yo tenemos una relación super estrecha. Los dos nos adoramos, pero somos poco demostrativos. Nunca un abrazo, nunca un ‘Te quiero’. El día que me llamó la médica yo estaba aterrado. Mi viejo llevaba cuatro días internado y, la última vez que lo había visto, apenas pude hablar con él. Sentí como si alguien viniera desde adentro de mi pecho y me arrancara el corazón. Mi papá, el inmortal, ese que tengo y tendré toda la vida en lo más alto, estaba entre la vida y la muerte. Tenía que hacer algo”, contó sobre sus sentimientos.

Hugo Lema estuvo internado quince días. “El día número 10, hablamos por teléfono a la noche y lo escuché muy mal. Me dijo: ‘No puedo más. Esto es una mier...’. Al día siguiente no me contestó las llamadas ni se conectó en toda la mañana al WhatsApp. Para ser sincero, esperaba un llamado que dijera que partió solo, dolorido y triste. Otra vez el corazón se me salía del pecho. Al final, Valeria mi mujer, logró contactarse con la clínica, me comunicaron con la habitación y pude hablar con él. Estaba cansado y frágil, pero vivo. De a poco empezó a mejorar hasta le dieron el alta. Sentí que Dios me había dado la lección más increíble y maravillosa de mi vida. Fue como si me hubiera dicho: ‘Te mostré lo que sería no tenerlo, quedátelo un rato más y decile todo lo que lo amás. No se lo insinúes: decíselo’”, escribió Pablo en un emotivo posteo que compartió en su cuenta de Facebook.

El reencuentro con su padre, sin embargo, se hizo esperar. “No pude ir a buscarlo a la clínica como tenía pensado porque yo también me contagié de COVID-19. Aunque no llegué a internarme la pasé bastante mal porque se me metió una bacteria en el pulmón”, apuntó el hombre y cuenta que, de los miembros de su familia (a excepción de sus hijas mellizas Micaela y Camila, de 16) se contagiaron casi todos: su mamá, Cristina de 68 años (”Tuvo una neumonía bilateral, pero no necesitó hospitalizarse”); su esposa Valeria y su hermana Nancy. “Mi tía, la hermana de mi papá, murió de coronavirus y ni él ni yo pudimos ir a su cremación”, lamenta.

Pablo es comerciante. Hasta el año pasado se dedicaba alquilar disfraces para fiestas. “Tenía seis locales. Ahora solo me quedaron dos”, explica. No es que no le afecte, dice, solo que sus prioridades se modificaron. “Hay un antes y un después del COVID-19. Todo esto me cambió la percepción de la vida: la relación con mi esposa, mis hijas, mi familia y mis amistades. No quiero guardarme nada, quiero decir y hacer todo lo que vengo posponiendo”, afirma.

“Me propuse hacer cosas que me hagan bien, vivir el hoy. Yo sé que suena a frase trillada, pero es lo que me pasa. Después de atravesar todo esto empecé a cumplir sueños. Una de mis hijas, Micaela, soñaba con tirarse en paracaídas. Le dije: ‘Hagámoslo’. Nos fuimos a Lobos, dormimos en la camioneta en un camping, y al día siguiente nos tiramos juntos en paracaídas. Fue alucinante”, repasa. Hace una pausa y agrega. “No me considero ejemplo de nada. Solo un bolud... que tuvo que sentir que su papá se moría para poder cambiar un poquito”.

Pablo decidió tatuarse en letra cursiva lo que para él representa su mayor aprendizaje de sus 54 años. Lo hizo junto a su otra hija, Camila. “La vida es una”, dice.

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