En el primer ítem aparecen los efectos de una inflación anual del 45 a 50%, con mayores impactos en la canasta alimentaria patagónica y con niveles de pobreza que alcanzan al 33% de la población del país.

En el segundo, una agenda política incapaz de proponer estrategias que reflejen indicios de una mejora cercana en el tiempo.

Obviamente, los problemas siguen explotando en toda su magnitud. Lo sabe el asalariado que vive de un ingreso fijo que corre permanentemente detrás de precios que suben a un ritmo mayor que el de su bolsillo.

Lo saben las personas que integran esa marea de 13 millones de habitantes que no alcanzan ingresos mínimos para vivir dignamente.

El interrogante es si la magnitud de ese drama no se termina maquillando bajo cúmulos de estadísticas y números. No se trata de ocultar esa información, necesaria sin dudas para diagnosticar el problema, sino de evitar que ese mismo cúmulo de elementos disimule el drama real detrás de cada indicador.

LA INFLACIÓN GOLPEA A LO MÁS POBRES

Los porcentajes de la inflación resultan incluso más benignos que lo que refleja la realidad. No por estar tergiversados, sino porque la estadística tiende ese manto de piedad a la realidad.

Por ejemplo, si el promedio del IPC en la Patagonia es de un 50% en el último año, para una familia de escasos recursos fue mucho peor, porque en noviembre de este año debió pagar un kg de harina a más del doble que hace un año; lo mismo con los fideos o el arroz, que aumentaron muy por encima del monto promedio: 82 y 63%, por caso.

Así, la inflación tiene ese doble efecto perjudicial. Golpea más a los sectores más bajos de la pirámide social, casi como un doble castigo.

Mientras en otros estratos de la economía retrocede el consumo de naftas de mayor calidad, en busca de algún alivio en el precio, en la parte más baja esas estrategias quedan al borde de la supervivencia.

Dicho sea de paso: la actividad petrolera es una de las pocas que muestra algún tipo de indicador positivo en la deprimida economía argentina.

En el largo plazo, el gobierno apunta a que la exportación de gas de Vaca Muerta aporte dólares para equilibrar las cuentas fiscales. En el corto plazo, no se avizora ningún interés oficial por modificar uno de los componentes esenciales del costo de los combustibles, es decir la estructura de impuestos, que permitiría aliar no sólo el precio de ese insumo, sino quitar un elemento de presión impresionante a toda la cadena inflacionaria. Con combustibles un poco menos caros, a lo mejor, el arroz y los fideos que se consumen en los pisos de abajo no se tornarían tan inalcanzables.

RIESGOS LEJANOS

La anestesia se completará en los próximos meses con algunos indicadores macro económicos que tal vez sirvan para solventar costosas encuestas en el año electoral.

Se valorizarán algunos hechos que no pueden negarse (las exportaciones de gas de Vaca Muerta y otros indicadores ligados al mundo financiero), pero se perderá de vista la magnitud del drama que crece y amenaza con tragarse a vastos sectores sociales.

Hace poco, el movimiento de los “chalecos amarillos” mostró en Francia lo que puede ocurrir cuando se tira de la cuerda más de lo habitual, abusando de los efectos anestésicos con los que los gurúes comunicacionales hoy guían a los referentes políticos.

El riesgo no es alto. Macri no es Macrón y Argentina no es Francia. Pero diciembre tiene tristes antecedentes en el país  y la historia enseña que puede repetirse, cada vez que se porfía en no aprender de ella.

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