Antonio Lago Alonso • Hacedor
Antonio dedicó ese primero gol y muchos años de su vida a su comunidad de inmigrantes, a su descendencia y a la ciudad que les da cobijo. Proyectó y construyó con las manos en el cemento. Preparó las mezclas. Pegó ladrillos. Hizo jugadas memorables como gestor y vino a casarse, el obrero gallego, con la nieta del telegrafista que informó a Buenos Aires el descubrimiento del petróleo en Comodoro Rivadavia. Del 77 al 90, constructor y transportista, ocupó la presidencia y otros cargos directivos en el Centro Gallego de Comodoro Rivadavia.
Nació en Galicia. Se crió en el barrio de Miraflores, pueblo de Sárdoma, ayuntamiento de Vigo, entre 6 hermanos varones. Argimiro, José y Martín los mayores. Antonio, que nació el 6 de julio de 1931; y Fito y Luis, los menores. Su padre era operario de tranvía. Su madre ama de casa. Con cinco hermanos la probabilidad de batirse en un picadito se multiplican en cualquier barrio, en cualquier pueblo o aldea de este esférico planeta. Su pasatiempo era el fútbol y Antonio no era el gordito, pero era el que iba al arco. “Allá era jugar al fútbol y trabajar nomás”, hasta que el 19 de febrero de 1952 embarcó a la Argentina, y aunque la mismísima Eva Duarte de Perón lo esperara de este lado del Atlántico, Antonio se pasó una semana detenido en Buenos Aires hasta que lo liberaron y pudo retomar su viaje a Comodoro y volver al trabajo, y trabajar, más y más, jugar al fútbol, construir una familia y dejar su nombre inscripto en la historia de esta ciudad generosa y cosmopolita.
Gallego
Antonio no vivió su infancia en una casa de economía holgada. Allá en España, los Lago Alonso producían en su finca lo necesario para la supervivencia. Pero entonces el gobierno retenía el 40% de las producciones agrícolas y cobraba impuestos por la venta del remanente. Eran tiempos de Franco. Él tenía 16 años cuando empezó a trabajar. Antes era el encargado de algunos mandados, como el de llevar el almuerzo a los hermanos que estaban afuera, trabajando para la familia. “Era difícil la situación. Vino la guerra civil y después la guerra mundial. Había que comer. Todo racionado estaba. Te daban un felipe para todo el día. Un cuarto de litro de aceite para 15 días, un cuarto de azúcar, un cuarto de harina”. España proveía de comida a los países beligerantes, “en especial a Alemania”, según recuerda Antonio, a quien todavía le parece escuchar los aviones que pasaban “y tapaban la luz del cielo”. Imágenes grandes de la guerra vista con ojos de niño.
Detrás de las puertas de su infancia el mundo se debatía a sangre y fuego y en el seno de su familia Antonio se hizo fortachón y laburante. A los 18 ya era oficial albañil. Desde la Argentina de Perón, donde estaban los tíos, alentaron primero la llegada de los hermanos mayores, Argimiro y José. El llegó “con 20 años”, sin haber hecho la colimba. Desertando, o sea, y por eso ya no pudo volver a España, “ni a pasear, hasta que cumplí los 50. Si volvía antes tenía que hacer el servicio militar”.
Después de ver partir a tres de sus hijos a América murió la madre y tiempo después la familia perdió el rastro de otro de los hijos, que había salido para trabajar a Valencia, en ese dique donde colapsó un tanque enorme. Al hermano se lo llevó la montaña de agua y él, cuando volvió a España, ya con 50 años, fue en busca de su rastro, pero le respondió ese perturbador eco mudo con el que hablan los embalses.
En el volumen dedicado a España, la colección “El mundo en color” de Ediciones Castilla corrobora en 1953 que la emigración fue mucho tiempo el sino del pueblo gallego. Tantos poetas cantaron su Galicia, “sus pinos susurrantes, sus riachuelos, sus verdes maizales, su aire ligero que huele a mar y a hierba. Cantos nostálgicos, cantos de emigrantes –han inventado una palabra, morriña, para expresar el lacerante y voluptuoso recuerdo de la patria lejana—, porque Galicia es pobre y tan cargada de criaturas que no puede alimentarlas; cuando tiene diez años, el pequeño campesino deja su aldea; en su morral lleva un trozo de pan de borona por todo bagaje, un par de zuecos nuevos y la bendición de su madre. Ágil y vigoroso, extraordinariamente sobrio, trabajador y económico, el gallego va a establecerse en las provincias más ricas, no se enfurruña jamás ante un trabajo por pesado o grosero que sea. En Castilla, ayuda a sesgar. En América trabaja en los muelles, en las plantaciones. En las grandes ciudades, Madrid o Lisboa, ha sido lacayo o vendedor de agua, hoy es criado, maletero, estibador, instala un figón, una taberna o una carbonería. Se lo tiene por necio y él se ríe de ello, sólo está pendiente de amasar una fortunita y volver a su país para realzar la casa paterna o, si es verdaderamente rico, hacer reconstruir el campanario del pueblo o levantar una magnífica casa junto al mar”.
Antonio en realidad volvió para golpear las puertas de la Xunta, para que Galicia reconociera a sus hijos migrantes que a 14 mil kilómetros de casa ayudaron a construir una ciudad de pujante soberbia. Él mismo había salido de su país buscando trabajar y vivir con dignidad. Así lo cuenta. El puerto de Vigo vuelve a nublarse en su mirada. Casi sesenta años después de haber embarcado, Antonio está sentado al otro lado de este enorme mesón, en el salón de reuniones del Centro Gallego, en la calle España de la ciudad que fue su destino.
Changa
“Defendido de todos los vientos, cerrado a las malas corrientes por las islas Cies, la bahía de Vigo es el más seguro refugio de todo el litoral español. Sus aguas azules, límpidas y lisas como la seda cubren arcas repletas de oro traído de América por la flota española que hundió la escuadra inglesa en octubre de 1722. (…) Los pescadores de sardinas, los desacargadores del muelle, los marinos, han permanecido fieles a su antiguo barrio, junto a la cala de San Francisco, que ha guardado su pintoresquismo, sus calles enlosadas, sus ristras de cebollas colgadas en las ventanas, sus ierseys y sus redes secándose al sol, sus balaustradas escaladas por geranios trepadores. (…) Vigo ha construido muelles, escolleras, almacenes y activas fábricas de conservas”.
Antonio conocía a Eva Perón. La vio en persona. La primera dama cumplía una visita protocolar en España. Con todos los honores Franco la esperaba en su tierra natal. Antonio, descamisado, estaba trabajando en la refacción de un asilo de monjas, cerca del puerto de Vigo. La “abanderada de los humildes” asistiría a la inauguración de una de aquellas plantas, pero antes pasó por el asilo de monjas en refacción. Cuando vieron avanzar a la nutrida comitiva oficial, Antonio y el resto de los obreros detuvieron su labor. “Yo le di la mano y le dije que iba a venir para América. ‘Entonces nos vemos allá’”, le dijo Evita. Pero haber simpatizado a la primera dama no fue suficiente.
Antonio llegó al puerto de Buenos Aires y lo detuvieron. Se pasó una semana sin poder salir del hotel de migraciones. Llegó “flojo de papeles”. El sabía que se estaba escapando del servicio militar pero no sabía que a Argentina no podía entrar sin que alguien lo hubiera invitado expresamente, asumiendo su tutoría, la responsabilidad de su supervivencia y de sus actos. “La carta de llamada”, le decían.
Los primos, hijos de José Alonso, y también otro tío, lo esperaban en el puerto desconociendo la misma exigencia. Lo identificaron en el barco y empezaron a los gritos. Antonio bajó presuroso, se abrazó con todos, comentó el viaje y después de pasar por la oficina lo despacharon al hotel de migraciones, donde él dice que quedó “detenido”. “Faltaba un papel que tenían que llevar ellos para retirarme. Yo entré acá con certificado médico, y todo bien, todo controlado. Me controlaron a mi y a mis padres por si estábamos apestados o algo. Eso era lo que exigía el Estado Argentino. Si yo hubiera tenido algún problema de la vista o alguna otra cosa no podía venir. Tenía que estar completamente apto para trabajar”. Y para eso había venido. Trabajar era su única expectativa.
Pero la aventura migratoria de Antonio hubiera podido fracasar mucho antes. “Si el barco salía de Vigo y después paraba en otro lugar de España a mi no me dejan salir. Porque yo estaba ‘en quintas’. No podía salir de España después de los 20 años sin haber hecho antes la conscripción, la milicia. A mi me tocó la marina. Los soldados en la marina no van todos juntos un año, van en reemplazos. Unos pocos a primero de año otros a fin de año. Yo trabajando me encontré en la casa donde había un contraalmirante y él me dijo que hiciera todos los trámites y me embarcara. ‘Si para en Canarias, La Coruña, Barcelona o en otro lado, no tenés que bajar’. Si me agarraban no me iban a dejar salir del país”, recuerda.
Lo de Antonio, entonces, fue una especie de fuga. Una media fuga. Y tuvo suerte. El barco rodeó España y se detuvo recién en Portugal. Nunca había sentido tanto alivio como cuando respiró el aire perfumado de Lisboa.
“Y cuando crucé el Ecuador me bautizaron”. Los que viajaban en primera lo hubieran hecho en la piscina de su nivel. En tercera, a Antonio, sus compañeros de camarote, que eran 5, lo tiraron a una especie de pequeña pileta improvisada con una lona. El barco también paró en Montevideo y finalmente llegó al puerto de Buenos Aires, desde donde Antonio partió tras cinco días de detención a la inhóspita Patagonia. Llegó a Comodoro “con lo puesto nomás”, y tenía en el bolsillo apenas lo suficiente para comprar estampillas. Una parte la había gastado con la carta que mandó a casa desde Brasil, cuando volvió a tocar tierra firme después de casi un mes de bambolearse a ras del Atlántico.
Desastre
Antonio desanda su historia con acento matizado. La huella de la lengua gallega reverbera en el idioma adoptivo con sus típicos ceceos. Allá en Galicia dicen que esa lengua “ha resistido a la castellana, como los señores feudales, atrincherados tras de sus montañas y sus torrentes resistieron a sus soberanos de Castilla. Ha conservado la pureza y la dulzura de la primitiva lengua de la provincia, que dio origen al portugués. Gallego y portugués han permanecido tan próximos que los exquisitos poemas gallegos de Rosalía de Castro o Eduardo Pondal figuran en las antologías de poesía lusitana”. Y también Camoes, el gran poeta portugués escribió en gallego, como lo hizo Federico García Lorca.
Antonio llegó a Comodoro el 9 de febrero de 1952 y el 10 empezó el trámite para tener su cédula provincial. Otro paisano, el hijo del comisario Cores le hizo la foto carnet y enseguida lo asoció al Centro Gallego. Su cédula fue la número 1503.
El muro medianero de la estación de trenes lo levantó a poco de llegar y también trabajó en Petroquímica, en la planta industrial del 8, pero duró poco: después de un accidente con gas en el sótano, fatal y múltiple, salió espantado y no volvió ni para cobrar la quincena. Después estuvo a cargo de todas las terminaciones del ex Mercado Comunitario, donde ahora se urden las normas urbanas. También trabajó en la construcción del portentoso nuevo edificio del colegio Perito Moreno, haciendo terminaciones y colocación de azulejos.
Su primer morada fue en la casa de su primo, Sergio Herrería, en Dorrego y Chacabuco. Detrás de las ventanas veía aquel Comodoro gris, ocre e inhóspito. La ciudad le parecía sencillamente “un desastre”. “De Buenos Aires hasta acá no vi más árboles que en Trelew, en el 5 y la bajada del 3. En Comodoro no había un solo árbol. Era un desastre. Era llorar todo el día. Y no había agua. Caminábamos no sé cuántas cuadras con baldes. Me agarraron días de viento y viento y viento. Después viento y lluvia. Bajabas por las Rawson y no podías avanzar más allá de Francia porque era puro barro. No se podía pasar. Había que ir a la Rivadavia y dar toda la vuelta. Comodoro era un desastre”. Al otro lado del océano había quedado la familia y la novia. Una morriña espesa lo atacaba en los atardeceres, cuando el sol se sumergía por el lado contrario coloreando de rojo los cañadones.
Vivezas
En el Mercado Comunitario Antonio vio “por primera vez cómo se robaba en Comodoro. Las paredes de las cámaras llevaban corcho y yo vi como se robaban las planchas, de noche, en una furgoneta del ferrocarril”. Ese fino trabajo, de revoque y terminación, le dejó conocer otra de las múltiples caras de Comodoro, que son las del trabajo y la avivada, el oportunismo y la pujanza, el abuso, el crecimiento, el delirio. “La primera quincena cobré 400 pesos. Y la segunda ya cobré 900. Yo trabajaba bien. No hacía falta que nadie me dijera nada. De ahí, con otro peón vasco, empezamos a hacer changas. Hicimos muchas veredas, por calle Ameghino, y en calle San Martín, desde 25 de mayo, porque solo había veredas frente al Español. Ni cordón había. Terminábamos el trabajo para un cliente y aparecía otro. Los materiales los descargábamos ahí nomás: un viaje de piedra, un viaje de arena, y la cal, que se hacía con conchillas en la Playa Alsina”. Por entonces de hormigoneras ni hablar.
Antonio ganaba bien y mandaba todo lo que podía a Europa, a su gente. Pero eso estaba regulado. No podían girarse más de 250 pesos por mes. Entonces Antonio pedía la colaboración de algún conocido y hacía sus envíos en nombre de terceros. Estaba en Argentina. La viveza criolla se le había empezado a contagiar.
La nieta
Laborioso y confiable, el gallego empezó a hacerse conocido en el medio y a conseguir múltiples contratos con distintos constructores. “Siempre arreglábamos de palabra, tanta planta, tanto tiempo y nunca había problemas”. Antonio fue creciendo, ampliando su cartera de clientes, contratando peones. Construyó importantes edificios, casas y locales en el centro de la ciudad, en La Loma y en Saavedra al 400 hizo su casa. Alsina era el límite de Comodoro en aquellos años.
Antonio era el patrón, el primero en llegar y el último en irse de cada obra. A las 6 estaba ya preparando materiales y herramientas, para que los peones a su cargo llegaran a las 8 y no tuvieran más que ponerse manos a la obra. Cuando la conoció todavía estaba trabajando en el Mercado. Ana pasaba frente a la obra todos los días camino a la escuela. Era muy joven. Estudiaba en el tres todavía, en el Perito Moreno. El era un gallego “bien puesto” y ella le gustaba.
Corría el año 53 cuando visitó a su hermano en el pasaje San Pedro, que ya no es pasaje, y descubrió que esa linda jovencita vivía en la casa de al lado. Un día se encontraron y en adelante, cada vez que pasaba rumbo a la escuela, ella le devolvía el saludo. “Yo era un gallego bien pintado”, recuerda. Tenía 22 años. Ella 16. Entonces la empresa de Venezuela llegó a Comodoro, buscando trabajadores especializados para construir grandes hornos de panadería. Antonio tuvo que elegir: emigrar otra vez o quedarse. Como las que impulsan los viajes, las que los detienen por lo general son razones de peso. Y una mujer enamorada por lo general es una buena razón. Ellos ya salían. Iban a bailes. Más de una mañana Antonio llegó a la obra en ayunas de sueño.
Después de noviar un tiempo Ana y Antonio juntaron el valor y el gallego se presentó en la casita de los padres a pedir la mano de la novia. Le dijeron que no. Sin chances. Había dejado pendiente la respuesta a los venezolanos y le dijeron que no. El abuelo de ella era Mariano Rodriguez, el primer telegrafista de Comodoro, el que mandó el famoso telegrama de Fuch a Buenos Aires informando el descubrimiento. Los Rodríguez vivieron junto a la familia Perón en la Pampa, donde tenían su campo, en zona labrada por sudafricanos. Ana es prima de Eugenio Rodríguez, que fue intendente de Camarones, como lo es ahora su esposa. La chica estaba enamorada y él también, pero tenían la política en contra. Nadie en la familia de la novia quería que la joven se casara, tan chica, con un extranjero, obrero de la construcción. No importaba cuán laborioso fuera ni cuán bien puesto o pintado. Querían que estudiara y se hiciera un destino. Pero Antonio era un laburante y hasta que no tuvo el sí, no paró.
Prefirió a Ana sobre Venezuela y siguió trabajando hasta formar con ella una familia. En 1957 nació Carlos Antonio y en 1961 nació Elena. Antonio dice que el nacimiento fue el mismo día que se estrelló un avión, el primero con destino al aeropuerto de Comodoro Rivadavia, llevándose también a un grupo de paisanos a la otra vida, amigos de este Centro. Murió un primo de Antonio en ese accidente. Fue un día de frío intenso, de nieve y lluvia sobre la ciudad del viento. Antonio se enteró de todo en el Sanatorio y su felicidad quedó herida por la tragedia. En 1964 nació María Esther, la última hija de Ana y Antonio.
Los viejos
Bajo su boina, tomado de su bastón, Antonio todavía evoca a ese inmigrante activo y trabajador, capaz de preparar mezclas enormes de arena y cemento a pala nomás, después de pasar toda una noche en vela gastando las suelas de sus zapatos, bailando y cantando a oídos de una mujer su amor sincero.
Habla de amor Antonio cuando recuerda sus batallas en el Centro Gallego. Porque por amor también se puede dar guerra. “Cuando vendimos el anterior edificio los viejos no querían. Había que ir casa por casa a convencer a los Gallegos para vender. Uno por uno. Nadie quería”. Ahí en la Rivadavia, donde reparan máquinas de coser. Eso era el Centro. El nombre sigue ahí grabado. Todavía está a la vista, al 470. “Ellos decían que si vendíamos perdíamos todo”. No confiaban que ese gallego joven y obstinado tuviera el temple suficiente para levantar otro edificio. Antonio era integrante de la comisión directiva. No recuerda qué cargo ocupaba entonces, pero sí sabemos que en el local anterior también había metido mano. Complicando el asunto en reuniones y tertulias, el local no tenía baño y “las viejas no tenían donde hacer”. Antonio construyó el baño que después hizo vender con todo y local. Con esa plata compraron el nuevo terreno y Antonio fue uno de los que trabajó desde la base en el nuevo Centro. Hay decenas de fotos que testimonian su laboriosidad a prueba de todo. Lo recaudado alcanzaría también para construir la estructura del nuevo edificio, pero la Argentina suele ser un país imprevisible.
Los fondos se licuaron por efecto de una de tantas crisis recurrentes; mientras el terreno estaba embargado un vecino de la nueva locación iniciaba juicio contra el Centro Gallego; Antonio vendió el galpón que tenían en el barrio industrial, donde se hacían algunas fiestas y agasajos, y con lo recaudado compró una cubierta parabólico para la nueva casa, pero el fabricante de Bahía Blanca se fundió en el camino y dejó a los gallegos sin techo. Aquellos viejos lamentaban la pérdida pero se relamían de su victoria sobre ese impertinente Lago Alonso. Y tanta mala onda, es sabido, termina cuajando sus desgracias. Las viejas por eso hablan del mal de ojo y otras pestes. Hay que tener ojo con lo que se desea.
Antonio debió hacer hasta 10 viajes de lucha y negociación a Bahía Blanca, y pasaron entre 2 y 3 años, pero el techo al fin estuvo en Comodoro Rivadavia y se montó sobre el enorme salón del nuevo edificio. Aquel juicio con el vecino lo terminaron ganando y el dinero dilapidado en el Rodrigazo volvió a juntarse entre socios que lo prestaban y a la corta o a la larga lo donaban.
Fue difícil el proceso de construcción de la sede que hoy enorgullece a los gallegos de Comodoro. Antonio puso mucho para que se materializara. Viajes en camión. 800 bolsas de cemento para pisos y lozas. Colocación de cerámicos. Trámites. Terminaciones. Desembolsos. Tiempo, trabajo y recursos.
También se hizo hincha de Huracán y puso lo suyo al servicio del club. Gestionó los caños en Pan American y donó las tribunas para la cancha primitiva de La Paloma. Transportes Pontevedra hizo el traslado a la nueva residencia. La empresa que hoy dirige una de las hijas, en colaboración con Ana y Mariana, una de sus nietas, fue bautizada por la esposa en honor a la noble provincia. Antonio no se olvida de esa otra avivada. Porque las varillas de bombeo terminaron como patrimonio de un alto mando de Huracán. Por suerte él se había negado a llevar toda la estructura al terreno particular del criollo.
La vida empresarial de Antonio marchaba entonces sobre nuevos carriles. En un viaje a Buenos Aires había conocido a otros gallegos, empresarios del transporte, que lo entusiasmaron con la compra de un camión. Su suegro estaba en el rubro y fue quien desembolsó el préstamo y quien sentó a Antonio en el volante. Así el yerno cambió de rubro casi sin pensarlo: de la construcción a la ruta. Del sentar bases a andar los caminos. Fue en el 55. O antes. “Porque en el 55 yo ya tiraba petróleo en Chulengos. Fue antes del 55 porque las torres de Cañadón Seco todas las llevé yo. Llevaba dos torres por viaje y tiraba una y una, a cada lado del pozo. Trabajábamos con cargas para YPF día por medio. Yo trabajaba para mi suegro y mi suegro trabajaba para otros. Era contratista. Ahí me fui a Chulengo. A tirar petróleo. El petróleo tiraba de tanque a tanque y en otra parada, lo tiraba en una pileta, abajo, en el suelo. De ahí había un motor que tiraba el petróleo a otro tanque elevado y de ahí iba el petróleo al ferrocarril, a los vagones. Sacábamos 100 metros cúbicos de petróleo por día. Era de las 4 de la mañana hasta las 12 de la noche”. Hacia el 60 se extenderían oleoductos, pero hasta entonces el transporte del viscoso elemento se hacía casi íntegramente en camiones. Antonio “tiró” mucho del petróleo de aquel yacimiento que entonces tenía bajo control de YPF un intenso ritmo de perforación exploratoria.
Después de montar el techo parabólico, Antonio y otros laboriosos paisanos encararon la construcción del cielo raso en el salón con material reciclado. Hay fotos de Antonio elevado sobre el andamio, encastrando esas planchas de telgopor con las que se embalaban los televisores. Las habían gestionado en la fábrica que Kenia tenía en Comodoro.
De regreso
Cuando cumplió los 50 Antonio al fin pudo volver a Galicia. No perdió tiempo. En su viaje constató que allá sabían de la existencia de gallegos en Argentina por el Centro de Buenos Aires, pero de acá no habían tenido noticias. En las paredes de la casa-museo de Rosalía de Castro, la más celebrada poeta de los gallegos y su sino de migrantes, se exhibían placas de los centros de todo el mundo. El de Comodoro brillaba por su ausencia. Antonio se prometió iniciar ese vínculo que hasta hoy fructifica en experiencias de intercambios, contribuciones y visitas ilustres. Ya tenía 50 y se había liberado del cargo de desertor. En una ruta lo inspeccionó la guardia civil pero el susto no pasó a mayores. Era gallego y estaba en casa. Llegaba a declarar la existencia de Comodoro y a detallar la historia de una organización activa y pujante. Tenía una copia de los balances entre sus papeles. Fue y vino entre reparticiones y finalmente el Centro Gallego de Comodoro Rivadavia fue reconocido y quedó inscripto.
Antonio abrió los canales de contacto entre el Centro y el viejo mundo y en sus viajes posteriores se ocupó de que la relación fluyera como correspondía. Una vez, cuando estaba cumpliendo uno de tantos trámites, un funcionario gallego le pidió que señalara a Comodoro en el mapamundi. Había 14 mil kilómetros de por medio, pero a Antonio le interesaba que al centro llegaran con periodicidad los diarios y también reclamó un fax cuando apenas aparecía el aparato en el mercado: quería que los paisanos estuvieran bien informados y mantener una comunicación sostenida para hablar el mismo idioma. Y “también les pedí el piso”. Si al piso lo pagaba Galicia, estar en el Centro sería como estar en tierra de uno. Tramitó ese aporte y gestionó en persona beneficios ante el presidente de Aerolíneas Argentinas. Así llegaron, primero una pantalla de cine y “210 kilogramos de libros”. Después llegaron diapositivas y un proyector, más libros, profesores, artistas, capacitadores, funcionarios.
Desde Comodoro también se proyectaron múltiples viajes. Antonio recuerda el que planificaron para un contingente de 14 chicos a Galicia, “pasando por encima de Buenos Aires. Representando no a la Argentina. Representando a Chubut”. Fue impecable la imagen que esos descendientes de gallegos dejaron en tierra de padres y abuelos. Y es imborrable la experiencia que ellos mismos cosecharon. “Después mandamos nueve y volvió a salir todo bien. De Buenos Aires preguntaban qué pasaba con Comodoro”. El tránsito era más intenso desde la ciudad del viento que desde la Capital Federal, que es donde atiende Dios y donde se aglutina la comunidad más populosa de inmigrantes gallegos. “Pero era por el contacto que yo tenía con los de la Xunta”, y esa competencia contra el soberbio centro porteño a Antonio le gustaba, lo estimulaba. Enarbolada la bandera de Patagonia y gestionaba sin descanso. “Después mandamos dos viejos, de la tercera edad, y mandamos 3 chicos universitarios que dejaron al Centro Gallego allá arriba. Había universitarios de 105 centros gallegos del mundo y los nuestros eran de los mejores. Tenían un promedio de 8,60”.
Diplomáticos de Galicia y delegados locales hoy conversan por celular con gente de Comodoro y esta la huella de Antonio detrás de esa familiaridad a prueba de océanos.
Nuevo Centro
“Cuando nosotros queríamos vender los viejos nos dijeron que íbamos a perder todo, que no íbamos a hacer nada. Decían: ¡por cuatro gallegos de mierda que quedamos! ¡Y nos vamos a quedar sin nada! Yo decía ‘no: cuatro gallegos que van a vivir bien. Que van a tener su salón. Pero a mi me quedó acá”. La sangre en el ojo. “Uno de los viejos me decía ‘No, no te metas en eso’. ‘¿Cómo que no?’, decía yo. ‘Cómo qué no. Si nos lo merecemos. Otro me decía que íbamos a perderlo todo. El viejo Cavaleiro, mierda, cuando trajimos las chapas del techo se trajo una caja de champán y meta tirar botellas contra las chapas. ¡Ja! Por lo menos techo vamos a tener”.
A veces la alegría se siente como mil burbujas en el corazón, sobre todo cuando se celebra el fruto de tanto esfuerzo. Porque la obra del Centro sí que exigió a Antonio y sus gallegos aliados. Fueron muchos los frentes abiertos en torno a una obra de lo más resistida. Antonio tuvo que seguir los trámites en persona y la obra desde adentro. Fueron tiempos de compulsas internas, discusiones, lobby y peleas entre gallegos. El nuevo edificio emergió entre las cenizas de esos fuegos. Si a la esperanza siempre acompañara tamaña voluntad serían más los sueños realizados. “Y yo. ¡Mierda! Abandoné el trabajo, la empresa. Todo. Yo estaba acá adentro desde las 6 de la mañana hasta la noche. Como yo sabía el trabajo de albañil le fui dando. Tenía 2 o 3 gallegos que me ayudaban en el día, a la tarde otros y así”, hasta que la nueva sede del Centro quedó inaugurada el 17 de mayo de 1983, justo el día de las letras gallegas, sobre una estructura de hormigón diseñada para soportar hasta 8 pisos de altura.
Ajadas por el cemento, las manos de Antonio siempre estuvieron prestas para labrar los vínculos de este Centro con la madre tierra. El recuerda con gran simpatía la visita de aquel gallego socialista que llegó a rastrear la historia de los primeros paisanos que se arriesgaron por estos desiertos. Él mismo en su vehículo particular los condujo en sus averiguaciones, entre la Patagonia Argentina y también la chilena. Antonio sabe que aquellos “pioneros” bajaron de Cuba a Chile y dieron el salto. “Y no eran gallegos, eran cuatreros. Robaban y se iban a la mierda”. Otro paisano analizado por aquellos visitantes fue el obrero anarquista Antonio Soto Canalejo, participante protagónico de las rebeliones de la década del 20 en la Patagonia austral, fugado de los fusilamientos de Varela. Fue constructivo aquel raid historiográfico y tanto más divertidos los paseos en que Antonio y otros gallegos acompañaban a los ilustres visitantes por la agitada noche comodorense.
Gol
Acá salió del arco pero allá en Galicia por lo general atajaba. Y era muy bueno. Sus hermanos y todos en el barrio lo sabían, pateara quien pateara. Hasta llegó a probarse en el Club de sus amores, el Celta de Vigo, y tuvo una actuación notable, pero ya tenía decidido viajar a América y no espero a que lo convocaran. ¿Qué hubiera sido de Antonio si se quedaba, en Galicia, bajo los tres palos? Nadie lo sabe.
Lo que sí está en claro es que el primer gol de un equipo oficial del Centro Gallego de Comodoro Rivadavia lo convirtió Antonio Lago Alonso en la cancha de Jorge Newbery, contra el representativo de Andalucía. “Y lo metí de cabeza –recuerda Antonio, y se relame—. Cinco a cero le ganamos”. La llama de la competencia se reanima en su interior. Cómo disfrutaban aquellos encuentros deportivos los españoles en pugna. El Campeonato de la Hispanidad se jugaba con dientes apretados y Antonio dejaba todo en la cancha.
“Después en ese campeonato nos hicieron trampa y nos sacaron. Teníamos que jugar un día y el otro equipo no se presentó. En lugar de darnos los puntos se arregló otra fecha y nosotros no fuimos y nos sacaron los puntos”. Una injusticia. “Y nos robaron la copa”. Porque el hermano de Antonio, Pepe, que era el arquero, terminó invicto. Ni un gol sufrió el equipo en todo el certamen. ¿Qué mejor evidencia de la injusticia acontecida? Cosas del fútbol y sus pasiones. “Afuera éramos todos amigos. Buenos compañeros. Pero adentro de la cancha sí había bronca”. La rivalidad entre las comunidades de España se debatía esférico de por medio adentro de la cancha y en las tribunas el público amenizaba los encuentros compartiendo el dulce fruto de la vid. En un partido en el cinco, en cancha de Ferro, se armó una batalla campal entre las mujeres de las tribunas. Las botas corrían como hoy las cajas de tetra y no había quien parara la euforia desatada.
Más allá del detalle de que el Centro Gallego se consagró campeón en ambas, Lago Alonso recuerda que las dos primeras ediciones del campeonato fueron puras y sanas, sin contar los excesos y las agarradas de los pelos de las chicas en los tablones. Porque, según dice, en el comienzo estaba claro el carácter amateur del certamen. Pero la competencia con frecuencia es mala consejera. Ya en la segunda edición, la exacerbada rivalidad regional y la sed de victoria provocaron la infiltración de jugadores de primera en los equipos. Apareció la trampa, el ventajismo y finalmente el Campeonato de la Hispanidad quedó en la historia, con sólo tres ediciones disputadas. Demasiados competitivos los españoles, campeones del mundo, para batirse amistosamente a la pelota. Antonio baraja de esos recuerdos y la conversación se llena de risas y comentarios subidos de tono.
De vuelta
La vida se trama a fuerza de decisiones y Antonio eligió venir. Acá fue albañil y empresario constructor, chofer y empresario transportista, jugador e hincha de fútbol, presidió el Centro Gallego y también, digno de su ánimo emprendedor, presidió la comisión pro monumento para la plaza España, a la que integraron referentes de cada centro de inmigrantes españoles de la ciudad. 24 mil kilos de piedra trajo desde Camarones a la plaza, con un semi de Pontevedra. Un camión volcador de Polino González trajo 8000 en el mismo viaje. A la hora de descargar todos los colaboradores estaban borrados. Otra vez Antonio puso el hombro y solventó el trabajo de sus propios empleados.
Fueron tiempos de madrugar cada mañana para coordinar el trabajo de los pocos voluntarios y los obreros municipales. Antonio dice que, excepto uno, que salió de los andaluces, todos los juegos que se pusieron en la plaza fueron fabricados con material y trabajo de los gallegos. La carga fue más repartida a la hora de forestar la plaza, aunque la decepción apareciera a la mañana siguiente, cuando de los 40 rosales implantados sólo quedaras los huecos. “Así es este Comodoro”, se queja Antonio, que ya es abuelo y bisabuelo.
La plaza se inauguró el 12 de octubre de 1988. El Centro Gallego gestionó la presentación de Xeito Novo y un desfile de cabezudos para la celebración inaugural. Pontevedra solventó la presentación de un ballet de gallegos venidos especialmente, y también pagó pasajes aéreos de parte de los músicos. Antonio recuerda las fotos de la inauguración y mejor ríe para no llorar. Siempre son tantos los que ponen la cara. Mucho menos son los que ponen el cuerpo. Pero esos son los indispensables. Algo así dicen los famosos versos de Brecht. Esta historia hace honor a uno de ellos. Jugador de toda la cancha. Un hacedor. Un laburante. Gallego de pura cepa, que si naciera de vuelta, “haría todo de vuelta. Por el centro sí. Por los gallegos sí”.
“Y estoy muy agradecido –dice al final— porque cuando cumplí 80 años me dejaron festejarlo en el salón y no me cobraron nada. Bueno, en realidad ni pregunté si me lo iban a cobrar”.
Fuente: "El Libro de los Pioneros". Fundación Nuevo Comodoro / Federación de Comunidades Extranjeras