El legado de Cirilo, el último cafetero icónico de la Patagonia
Nació en un paraje cerca de Valcheta, Río Negro, y creció en San Antonio Oeste, pero hizo de Comodoro Rivadavia su lugar en el mundo, tanto que hoy una calle lleva su nombre. Cirilo Fernando es un ícono del Comodoro de antes, una leyenda del café carioca que vendía en tribunas, calles y escenarios donde había multitudes.
"Como padre fue el mejor y como madre también, porque él nos crio a nosotras gracias a su cafecito", dice María Elizabeth Fernando, la hija mayor de Cirilo, el cafetero que fue un ícono de la ciudad y hoy le da nombre a una calle de Comodoro.
Cirilo nació en el paraje Paja Alta, cerca de Valcheta, Río Negro. Creció en San Antonio Oeste junto a unos tíos, pero hizo de Comodoro Rivadavia su lugar en el mundo.
La vida no fue fácil para este hombre que, en los últimos años, andaba encorvado por una escoliosis que lo tuvo a maltraer. Tenía tres años cuando conoció el sabor amargo de la orfandad y, de grande, el amor lo acompañó tanto como lo dejó. Sin embargo, con termos, café y caminatas como armas, se encargó de criar a sus cuatro hijos de la mejor manera y dejar grandes recuerdos en quienes lo conocieron.
Cuenta Viviana, desde Italia, donde vive, que fue en Buenos Aires donde Cirilo encontró el primer amor, aquel del que ellas son fruto. En Lomas de Zamora, Buenos Aires, se enamoró de Marta Susana, su primera mujer, y juntos eligieron el sur para vivir. Por ese entonces, trabajaba en una verdulería.
En tierras de petróleo y trenes, Cirilo hizo de todo, desde trabajar en un galpón que era de Gas del Estado hasta vender diarios. Pero el amor de su vida siempre fue el café, aquella infusión que le dio de comer a sus hijas y lo llevó a conocer cada rincón de la ciudad.
En los primeros tiempos, con dos morrales, uno de cada hombro, Cirilo llevaba 8 termos. Luego se fue modernizando y comenzó a utilizar carros de compras. Cuenta María que también tuvo un carro-bicicleta, como el que usan los heladeros, y cada tarde lo estacionaba en una remisería del Centro. Al otro día, cargaba al empezar la jornada.
En ese tiempo, todavía vivían en el barrio José Fuchs. Luego, llegarían a la zona de Fontana y Juan B. Justo, y más tarde al Centro, entre Francia e Italia, donde el trabajo le quedaba más cerca.
RECUERDOS DE OTRA ÉPOCA
Para Cirilo, el café fue su trabajo, su hobby y la mejor enseñanza para sus hijos. Quizás por eso, tanto María como Viviana recuerdan hermosas tardes comodorenses junto a su padre.
“Nosotros siempre lo acompañamos”, dice María. “Yo empecé a levantar un cajón de Coca Cola chiquita a los 9 años. Me acuerdo que trabajamos en la cancha de Huracán que quedaba en el Pietrobelli. Él tenía la concesión del quiosquito que daba la Coca Cola y ahí trabajamos desde antes de que empezara el partido hasta después de que terminara porque teníamos que arreglar todo... Era llevar y traer cajones; vender y vender.”
Como dice María, Cirilo era el vendedor de Coca de la cancha, pero también el cafetero del Centro, la Loma, el hipódromo y otras zonas de la ciudad, como recuerda Viviana. “Él andaba por todos lados. Yo tengo muy lindos recuerdos. Cuando le cuento a la gente, se queda con la boca abierta porque también tuvo el bar del gimnasio municipal. Él estaba en cada evento que se hacía en Comodoro. Mi viejo fue una cosa excepcional, un tipo de fierro. No había ni domingo ni sábado, era trabajar 24 horas y nosotros lo acompañábamos. Comíamos tierra y choripán” - dice entre risas - "porque lo acompañaba a las carreras de hot rod, no te das una idea de cómo quedaba, pero como me gustaban...", dice sumergiéndose en la nostalgia del pasado.
Viviana, por entonces, era solo una niña. Tenía unos 8 años y ayudaba a su padre junto a su hermana.
El sol aún no salía cuando Cirilo comenzaba a preparar sus cosas, y cuando no había que ir a la escuela preguntaba quién lo acompañaba. Siempre alguna estaba dispuesta a seguirlo en su aventura.
Es que para ellas era eso: la visita a LU4, una de las dos radios de la ciudad donde la magia era realidad; las tardes en los locales de La Favorita, o como cuenta Viviana, aquellos momentos en que su papá las dejaba con las vendedoras ambulantes o en algún comercio para que fuera a dejar café a un lugar donde trabajaban muchos hombres.
“Me quedaba en el quiosco de bigotes que estaba en la esquina de La Favorita. Me leía todas las revistas. Me encantaba y después recorría todo. Iba donde la señora Isabel, que cocía, iba abajo donde vendían las ropas de trabajo. Pasaba todo el día en los negocios. Siempre que no íbamos a la escuela lo acompañábamos. Nos levantábamos a hacer los sándwiches, a preparar la leche y el café. Nos llevaba con él y me acuerdo que en la cancha juntábamos las botellas de vidrio, porque en esa época se devolvían las botellas; si no, te las cobraban. Entonces, íbamos a buscarlas debajo de la tribuna y las poníamos en la cajita de madera. Para nosotras era un juego, pero mi papá trabajaba. Todos nos cuidaban, una linda época sin maldad”, dice con emoción.
Las chicas tenían 8 años cuando la vida cambió para ellas y para Cirilo. La familia de tres continuó adelante y hoy sus hijas se enorgullecen de saber que él les dio todo lo que pudo y la mejor educación.
A los 18 años, ya adolescente, Viviana viajó a Buenos Aires y luego a Italia. Pensaba que iba a volver, pero se terminó radicando en ese país. Por ese entonces, su hermana mayor ya se había casado.
Cirilo, tiempo después, reinició su vida y tuvo otros dos hijos: Matías, de 27 años, y Melani, de 25. Pero el destino no le tenía preparada una buena carta, y otra vez el amargor de la borra del café hizo de las suyas.
Con trabajo, y entre canchas y calles, el cafetero le escapó a la viudez, y María Elizabeth se convirtió en hermana y madre. La vida continuó.
Por ese entonces, Cirilo ya vivía en el barrio 30 de Octubre. Ese fue su último lugar.
En sus últimos años, el cafetero vivió con su hija en Rada Tilly y sus últimos días los pasó en un hogar de ancianos. El Alzheimer lo privó de tener una vida libre, pero nunca olvidó a su amor más grande: el café.
Su familia muchas veces tuvo que ir a buscarlo con los termos vacíos. A veces salía a las 2 de la mañana porque se le hacía tarde para irse al trabajo. De vez en cuando también se escapaba; incluso lo hizo en el hogar de ancianos donde vivió, pero la policía lo llevó al conocerlo y saber de su situación.
Por ese entonces, Cirilo ya había conocido Italia en una visita que le hizo a su hija. También lo habían homenajeado con la imposición de su nombre a una calle, y se había dado el gusto de trabajar con uno de sus nietos, tercera generación de caficultor.
Viviana asegura que si hubiese sido por él, el último adiós se lo daban con el termo y el café caliente en la mano, quizás también con la bandera de su amado Boca Juniors. Es que Cirilo dedicó más de 50 años a la venta de café carioca, e hizo de su nombre una marca registrada, un patrimonio de la ciudad, una huella más del Comodoro de antes, aquel que no volverá.