Era un viernes de feriado en la ciudad de Comodoro Rivadavia. La calle Viamonte estaba casi desierta y el agua de los charcos congelada. Algunos papeles se arremolinaban junto a la tierra y volaban de vereda a vereda. Un auto arrancó, aceleró el motor y a la mañana no le quedó otra que despertarse. El Nido Gaucho es una peña y bar que está ubicado ahí, justo en Viamonte al 965, en la vereda de la sombra.  Desde la vidriera se podía observar el interior, una luz amarilla iluminaba el local y se lo podía ver a Michi, el dueño del Bar que con movimientos precisos y pasos cortos ordenaba todo. La música folklórica se escuchaba desde lejos. Eran las 9 de mañana y los clientes estaban por llegar.

El interior de El Nido Gaucho. Foto: Mariela Garolini

A las 9:30 hs arribaron los dos primeros parroquianos. Uno pidió un “café” y se apoyó en la barra, el otro un “matrimonio” y tomó asiento en la mesa redonda que está en el centro del bar.  Michi los recibió con una sonrisa. A uno de ellos hacía un tiempo largo que no lo veía y mientras conversaban y se ponían al día con las noticias les preparó sus pedidos. A la barra marchó una caña dulce. A la mesa redonda una caña amarga y dulce. Uno de ellos sonrió y dijo: “Es que así es el matrimonio: dulce y amargo a la vez”, y casi de un sorbo se tomó su bebida blanca.

Michi tiene 82 años y es el propietario de este antiguo bar comodorense. Su verdadero nombre es Antonio Oscar Ferreira pero ya nadie lo llama así. Abrió las puertas de este lugar hace unos 33 años y desde ese momento da cobijo a los amantes del folklore y la comida de olla.

Era temprano aún pero ya comenzaba a circular el olor del menú del día. El pino de las empanadas estaba sobre la mesada, lo habían cocinado la noche anterior. Había unas vasijas con aceitunas, pasas de uva y huevo duro, solo faltaba armarlas y freírlas. Las ollas en las hornallas comenzaban a tirar vapor.

Preparando el menú del día. Foto: Mariela Garolini

El Nido Gaucho no descansa jamás, está abierto de lunes a lunes desde la media mañana hasta la noche. Lo atienden en familia: Marisol la esposa, encargada de organizar la comida y cocinar y Melitón el hijo menor, ellos son la planta fija. Marcos es el hijo que a veces colabora en las tareas. Michi contó que tiene otro varón, se llama Oscar y es el mayor, pero trabaja en el petróleo.

Comida a toda hora

“Este es un bar campero, acá se puede servir un vaso de vino las 10 de la mañana. La gente que toma también quiere comer y a esa hora se le puede hacer un churrasco. Acá se come cuando hay hambre”, afirmó Michi orgulloso y se puso a encender el fuego para el fogón.

El local es pequeño, los muebles son de madera rústica, las paredes están pintadas de un color verde seco y exhiben fotos de músicos reconocidos y recortes de diarios. En un estante había un muñeco del “equeco” con un cigarrillo prendido en la boca y echaba humo sin cesar. Es el amuleto que ellos tienen para llamar a la prosperidad.

El amuleto de la suerte. Foto: Mariela Garolini

La puerta del bar se abría y cerraba a cada rato y el murmullo de las voces iba en aumento.  Los clientes entraban, se  sacaban los abrigos y se acomodaban. Algunos quedaban acodados en la barra y conversaban con los que habían llegado antes.  Otros se instalaban en la mesa redonda central que casi estaba completa. Entre ellos hablaban de música, bebidas y trabajo.

Bolsa de trabajo

 “En este bar nos respetamos todos, acá se comparte. No importa si sos diariero, electricista, comerciante o empleado municipal, es más, esto funciona como una bolsa de trabajo, cuando alguien necesita laburo siempre se le consigue algo entre todos”, contó un cliente que es dirigente de un club de fútbol de la ciudad y que estaba con su pequeña hija a la espera del almuerzo.

En el área de la cocina el equipo trabajaba en silencio y con rapidez. Melitón salaba la carne que iba al horno. Los chorizos estaban en una bandeja y había algo de achuras también. Marisol preparaba las verduras para las ensaladas y las papas cortadas en cubo ya se hervían en la olla. Se sumó al trabajo Gladys, ella trabaja los fines de semana y feriados que son los días en que hay muchas cosas para hacer. Era la responsable de armar las empanadas. Había que preparar 14 docenas y cada 5 minutos armaba una.

“Mi pareja siempre fue cliente de El Nido Gaucho y como yo a veces venía con él nos hicimos amigos con Marisol y Michi y fue así que comencé a trabajar. Acá todos son amigos, la pasamos muy bien, cuentan sus historias y a mí me encanta escucharlas”, relató Gladys mientras con gran velocidad terminaba el repulgue de una empanada.

Michi circulaba entre las mesas, servía tragos y recibía gente. Iba silencioso, costaba entender como mantenía el mismo tono de voz siempre, aunque la zamba del momento estuviera en su máximo volumen. Tomaba pedidos y no anotaba nada, tampoco cobraba al entregarlos, pero parecía que había códigos entre el propietario y los parroquianos porque nadie se iba sin pagar y si así lo hicieran era porque tenían cuenta corriente en el lugar.

Mientras mantenía el dominio de la cocina, Marisol observaba la totalidad del local, miró a su esposo y dijo: “Esto es como un circo, ya se habrán dado quién es el dueño y quién maneja la batuta” y después de esa frase continuó con sus actividades culinarias.

Ya era casi el medio día y las empanadas comenzaron a salir en platos, algunas iban para la barra y otras para la mesa central.  En esta mesa los clientes dejaron la charla y comenzaron a comer. Parecía que había hambre, el volumen del murmullo bajó por un momento. De pronto se abrió la puerta y algunos exclamaron a coro: “¡Llegó el vendedor de escarcha!” y se rieron.  Había llegado el señor que traía el hielo. Saludó, dejó las bolsas y se fue. Los vasos con vino tinto se completaron entonces con un cubito refrescante.

El propietario que nunca descansa

Michi tenía puesto un pantalón de vestir, una camisa con escarapela y su tupida cabellera de pelo con canas estaba bien peinada. Para él y su familia el trabajo es lo principal. Tienen una casa en zona norte pero se mudaron cerca del local para estar más a mano.  Contó que desde muy joven se dedicó al rubro de la gastronomía.

“En realidad a los 12 años comencé a trabajar en una farmacia y lo hice por mucho tiempo. Luego mi hermana se casó y junto a su esposo se hicieron cargo de una pensión que tenía comedor y allí comencé a colaborar. Eso fue en el año 66 más o menos. A partir de ahí nunca más dejé el rubro”, acotó Michi mientras terminaba de colgar un poncho salteño de color rojo en la pared.

Justo ese viernes era feriado por el aniversario de la muerte de Martín Miguel de Güemes y el bar era una fiesta. La música folklórica no bajaba sus decibeles y un video de la Sole Pastorutti se veía en la TV que colgaba en la pared. Uno de los clientes festejaba, tenía un poncho puesto y comenzó a revolearlo al ritmo de la Sole.

Tradición y respeto

La puerta se abrió y esta vez ingresaron dos mujeres, una iba vestida con ropa gaucha. Se llama Marta, es santiagueña y pertenece al Fortín Martín Miguel de Güemes de la ciudad. Los hombres de la mesa redonda les hicieron lugar para que se sienten.

“Cada vez que puedo vengo al bar y trato de venir con mi ropa gaucha, porque este lugar es el único que mantiene las tradiciones. Algunos no se animan a venir, sobre todo las mujeres, pero es prejuicio. Acá hay mucho respeto. Las “mujeres de la noche” muchas veces están acá y nadie se mete con nadie, “la paisanada se respeta”, no importa el trabajo que hagas”, afirmó Marta que luego comenzó a contarle a su compañera más detalles del lugar.

Llegó la hora de servir el asado, los platos de madera comenzaron a circular entre los comensales: un trozo abundante de ternera con hueso bien jugoso, chorizo, ensalada de papas, lechuga y tomates. Cada vez que aparecía la comida se hacía silencio por unos segundos, hasta que otra vez la ola de murmullos crecía de tal manera que ya no se entendían las palabras que allí se decían.

 Llegó un hombre al que todos apodaban “El mono”, muchos le hacen bromas por que se pidió una lata de gaseosa. Es diariero, hace solo un par de horas terminó de trabajar. Su verdadero nombre es Segundo y hace 27 años vende diarios.

Personajes

“Yo vendo diarios por acá en la loma, antes vendía 400, ahora solo unos 70. Me gusta trabajar de noche, cuando termino me vengo para acá, siempre hay algo rico para comer y tomar”, dijo Segundo y se acomodó en una silla, se pidió unas empanadas y se dispuso a almorzar.

El dueño del bar seguía entre las mesas, a todos les comentaba que estaba por llegar Cándido Moreno, un músico no vidente que canta música folklórica. La vidriera estaba empañada, había un banco largo de madera cerca de la puerta y allí comenzaron a sentarse algunos hombres a la espera del cantante, mientras Marta y el señor de poncho comenzaron a bailar una zamba.

La tradición y los músicos

Llegó al fin Cándido y tomó asiento en la mesa redonda, su guitarra la dejó junto a él. Mientras le servían unas empanadas algunos parroquianos se acercaron a estrecharle la mano. Con los equipos de sonido llegó Esteban Salaverry otro cantante popular de la zona, era la señal de que ya faltaba poco para el show.

“El Nido Gaucho es como la Peña de Balderrama en Salta, se respira tradición y amistad. A la hora que quieras se consigue un plato de comida”, afirmó Cándido y se dispuso a sacar la guitarra de su funda para comenzar a cantar.

La expectativa por la guitarreada iba en aumento, todos los parroquianos aplaudían y gritaban a viva voz el nombre de Cándido hasta que el músico al fin se acomodó frente al micrófono y los valsecitos y zambas comenzaron a sonar en el local.

En el 2019 el bar fue declarado de  “Interés cultural” por el municipio, es que son muchos los músicos de renombre que pasaron por este bar y son el orgullo del local: Daniel Lanezan , Alfredo Vargas(Quilito), Néstor Picón, Chacho Vilches , Toto Sosa, Beto Gonzalito , Luis Huencheque, Beroiza , Turco Ignacio, Pampa Tabares, El cara i mula, Chango Yanies , Chango Arias , Chango Flores, son algunos de los nombres que resuenan constantemente y que cada tanto vuelven a sus raíces.

Ya eran las 5 de la tarde, el sol comenzó a bajar y la calle Viamonte se puso gris. El viento y la tierra seguían dando vueltas entre los autos estacionados y las veredas.  Un perro estaba echado junto a la puerta del El Nido Gaucho, se notaba que algo de calor le llegaba a través de los vidrios.  La música y los aplausos llegaban hasta las cuatro esquinas. Era viernes de feriado y no había apuro para abandonar el nido.

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