Mabel Santana, la histórica docente del Perito Moreno que hoy disfruta sus mañanas en un café donde se reencuentra con el pasado
“La docencia para mí fue lo mejor de mi vida”, dice Mabel. Son casi las 11 y recién llega a un café de San Martín al 200. Se sienta, pide algo para desayunar y disfruta la mañana, sabe que algún ex alumno o un conocido se acercará a su mesa, aquel pequeño espacio al que va desde hace 7 años, todos los días. Mabel dejó una huella en varias generaciones que aún recuerdan su paso por el Colegio Perito Moreno y la Escuela Soldado Almonacid, lugares donde ejerció ese oficio que se convirtió en su identidad.
“Esta es mi mesa”, dice Mabel en cuanto empieza la charla. Está contenta, entusiasmada, recién se fueron dos amigos con los que siempre desayuna y ahora se presta a contar parte de su historia. Dice que hace 7 años comenzó a ir a Bonafide, poco tiempo después que se mudó al Centro de Comodoro. Durante un tiempo desayunó sola frente a la ventana y con la compañía de quienes atienden el lugar, pero hace cinco años, todo cambió.
“Estuve sola durante muchos años y de pronto comenzaron a acercarse alumnos para saludarme”, cuenta a ADNSUR. “Son alumnos que son médicos, abogados, se empezaron a acercar y se convirtió en una rutina. A mí me gusta mucho, por supuesto, porque aprendo una barbaridad. Por eso las mañanas para mí son sagradas, no sabés cómo me alimentan aún a esta edad”, dice con alegría.
Coqueta y risueña, Mabel Santana prefiere no decir la edad, a pesar que el paso del tiempo la ha conservado con una vitalidad envidiable. Previo a mi llegada, charlaba con dos amigos con los que siempre desayuna, el cardiólogo Gurevich y un hombre que se dedica a la Informática.
Cuando llego, ella los despide amablemente y ambos prometen regresar “un día de estos”. Mabel cuenta que otra compañera permanente suele ser Graciela Pereyra y que también lo fue Roberto Ferrazano, aquel ingeniero que fue docente y prestó servicios en distintas dependencias públicas a lo largo de su vida. “Todavía estoy llorando por dentro. Era un amigo de toda la vida porque incluso fue amigo de docencia. Yo preparé a su hijo para la universidad”, recuerda con una pena que se hace sentir.
La docente comenzó a ir al café por consejo de uno de sus hijos, poco tiempo después que se mudó al Centro. Es que la inundación de 2017 dejó inhabilitada la planta baja de su casa en el barrio Roca y tuvo que mudarse. Para hacerlo eligió un departamento que está cerca de todo.
Cuenta que al principio no salía mucho, hasta que un día su hijo le dijo: “estás a 80 metros de una cafetería, andá a desayunar”.
Para ella fue el consejo más importante de sus últimos años, porque le cambió la dinámica de la vida y esa salida diaria la llevó a un encuentro de recuerdos, charlas interminables y reencuentros. Es que como cuenta, cada día, a su mesa suele acercarse algún conocido de la vida o un ex alumno que la reconoce y la saluda.
“Parece mentira después de tantísimos años, entran y no los reconozco porque los tuve en la adolescencia, donde tienen un cambio brutal. Pero ellos se presentan, me preguntan ‘¿Mabel Santana?’, ‘sí’ les digo yo y empiezan las anécdotas. Yo les digo ‘¿cómo pueden recordar?, ¿cómo me individualizan a través de un cristal?’, pero ellos me dicen ‘está igual’, y no, chicos, yo también fui joven”, dice entre risas.
UN CAMINO BIEN AL SUR
Mabel fue docente durante más de 40 años. Estudió en Bahía Blanca, el lugar donde nació, pero eligió Comodoro para ejercer su profesión. Es que quería formar su propio destino y miró al sur para hacer su camino.
“Yo soy bahiense y a los 24 años me recibí de profesora de matemáticas y profesora de física. Hice las dos carreras simultáneamente porque tenía muchísimas materias en común. Rendí el 23 de diciembre del 63’. Quería regalarle los diplomas a mis padres”.
Hija de un doctor en ciencias económicas y abogado, Mabel creció en un hogar en el cual no le faltó nada, tampoco el ejemplo de su padre, quien era muy respetado por su comunidad.
Por eso, cuando terminó de estudiar decidió que su camino tenía que ser en otro lugar: no quería ser “la hija de…”. Así decidió aprovechar una beca nacional que la trajo a esta tierra del fin del mundo.
“Yo no quería ser la hija de papá, porque lo que consiguiera no iba importar. Alguien iba a decir que es la hija del doctor Salvatore, y dije, ‘no, yo quiero ser yo’. Me acuerdo que en la primera semana de enero salió en la Nueva Provincia, un diario de allá, una beca para todos los que se habían recibido con muy buenas notas. Y pensé ‘me anoto’. Sabía que me estaba yendo del para, pero todos decían que había que conseguir la primera beca para luego conseguir la segunda y me inscribí”.
Pocos días después, Mabel recibió la confirmación de la beca y viajó a Comodoro Rivadavia en un Avro Lincoln que tenía como último destino esta ciudad. Era enero del 64 y se encontró con un mundo que la fascinó. “Tuve unos profesores que eran grandiosos. En física atómica teníamos a un genio, lo mismo en matemática vectorial. Lo que aprendí en ese tiempo fue muchísimo. Aparte de convivir con chicos de otras disciplinas, porque yo era la única de matemáticas”.
Eran otros tiempos. Comodoro era el auge del petróleo nacional y Mabel se enamoró de la ciudad. Sin imaginar que iba a terminar viviendo en estas latitudes. “Me enamoré de la ciudad y me acuerdo que un día se me ocurrió preguntar cuál era la mejor escuela. En ese momento era el Perito y me acerqué. Era enero y fui. Pensé que no iba a haber nadie pero le caí muy bien al rector. Me dijo ‘en este momento no puedo ofrecerle nada, pero me deja fotocopia de su currículum’”.
A fines de febrero de ese año, Mabel volvió a Bahía Blanca sin saber qué sería de su destino, hasta que un día de mayo recibió un telegrama.
“Era el rector”, recuerda. “Me ofrecía 11 horas de cátedra. No pagaba ni el ómnibus pero dije ‘es una oportunidad para empezar a soltar mis alas’ y me vine. Me acuerdo que cuando estaba subiendo al colectivo, mi papi le dijo a mami ‘en un mes la tenemos de vuelta’, pero lo escuché y le dije: ‘papá, te prometo una cosa: voy a ser conocida donde voy, como vos sos conocido en Bahía Blanca’”.
Cuando lo cuenta, Mabel ríe. Se sorprende de su reacción, pero a la distancia reconoce que de alguna forma pasó. “Tenía el angelito de la guarda en el hombro”, dice agradecida.
El 11 de mayo de 1964, Ella dio su primera clase en el Perito Moreno. A la tercera, el rector la fue a ver y le ofreció que tenga 30 horas cátedra, el máximo que se podía tener. Así comenzó su carrera docente.
La profesora admite que ese colegio fue su vida, pero también fue muy importante el Liceo Militar General Roca, donde dio clases durante muchos años. Es que en sus inicios, tomaba todas las horas que le ofrecían. “Tomaba todo lo que venía porque vine pobrísima pero re feliz porque estaba empezando a mover mis alas”.
En sus inicios, la docente vivió en una pensión que consideró como su segundo hogar, tal como a Sara Johns la llegó a considerar una segunda madre, por el trato que le dio en esos primeros tiempos en la ciudad.
En esa casa de Rivadavia al 800, donde se alojaban estudiantes y docentes que buscaban jubilarse con el 80% de zona, vivió hasta que conoció a su marido: Manuel Santana.
Con una sonrisa tímida, cuenta que el hombre la conoció un día que la vio bajar de la escalinata del Perito Moreno y prometió que se casaría con ella. Durante un mes la buscó, pero no la encontró, hasta que un mediodía, una amiga de ambos los invitó a comer sin saber que se conocían. Ese día, empezó el amor para Mabel.
Fruto de su matrimonio con “Manolo” nacieron José Luis, Juan Ignacio y Fernando, sus hijos. Durante 25 años estuvieron juntos hasta que una mañana, una semana antes de cumplir las bodas de plata, sus hijos fueron a la escuela a buscarla para contarle que Manuel había muerto. Cuando lo cuenta, la alegría se va por un instante. “No me pude despedir”, dice con una pena que se hace sentir fuerte, y rápidamente la charla va hacia otro destino.
DE DOCENTE A RECTORA
Mabel, en esa época, ya era vicedirectora del Colegio Perito Moreno. El 7 de julio de 1977 había ganado el concurso para ocupar ese cargo.
A la distancia, admite que la docencia fue su refugio, el lugar que le permitió encontrar luz una vez que quedó viuda.
“Para mí los que me dieron oxígeno, vida, sol, y todo lo hermoso que podés recibir de la vida fueron mis alumnos”, dice sin dudar.
Finalmente, en 1984 asumió como rectora del colegio, cargo que ocupó durante 10 años, hasta que en 1994 llegó el momento de jubilarse.
Por ese entonces, estaba a cargo de preescolar, primaria, medio y terciario, y daba clases, una condición sine qua non que se puso para poder ocupar un cargo directivo sin alejarse de las aulas, su lugar en el mundo.
Mabel admite que la despedida le costó, tanto que pidió que le aplacen la jubilación para no dejar las clases a mitad de año. Así, gracias a una trabajadora de Anses pudo continuar dictando clases hasta el 30 de diciembre y tomar los exámenes finales a sus alumnos.
“Yo no los iba a dejar a mis alumnos a mitad de año”, dice al recordar ese momento. “Porque yo me enamoraba de ellos en el buen sentido de la palabra, el amor fraterno, el amor de mamá que muchos necesitaban. Así pude continuar hasta diciembre”.
Por ese entonces, la protagonista de esta historia ya trabajaba en la Escuela Soldado Almonacid, que terminó siendo su refugio para continuar con la docencia. Es que la profesora se retiró recién a los 72, con más de 40 años de servicio.
A la distancia, admite que salir de las aulas fue duro. “La pasé muy mal el primer tiempo. Yo pensaba ‘tanta gente está deseando el día de su jubilación’ y para mí es un tormento'. Primero porque mi marido no estaba, tenía dos hijos conmigo, pero se hizo un hueco tremendo por el hecho de no tener a esos adolescentes que me dieron tanta luz y que aprendí tanto con ellos; porque la docencia tiene que ser eso, es un toma y traiga. Y sin lugar a dudas yo di lo mejor de mí, pero ellos me dieron muchísimo más”.
Las vueltas de la vida la llevaron a mudarse al Centro y por consejo de su hijo, encontrar una inocente salida que terminó convirtiendose en rutina y un momento especial. Como dice en broma, esa mesa es su pequeño “trocito de cielo que Dios procuró darle en la tierra”. Por eso, para ella desayunar allí todas las mañanas es sagrado.
“Esto no lo cambio por nada. Hoy sigo estudiando, sigo bajando con la computadora progresiones, funciones con límites, con derivadas, ecuaciones, pero mi trocito de cielo es algo sagrado. Yo siempre digo que la docencia es la más gratificante de todas las profesiones porque aún hoy, mis ex alumnos me vienen a visitar y estoy recibiendo mucho más de lo que di”.
El café en Bonafide va llegando a su fin, Mabel debe continuar camino para cumplir con un compromiso médico, pero promete volver, tal como hace todos los días, hace 7 años, para reencontrarse con su pasado y conectar con el presente, en la ciudad que eligió para vivir su propio destino.