Silvia recuerda todo como si el tiempo se hubiese detenido. Y cómo no hacerlo, si quizás fue el momento más decisivo de su vida. Tanto, que sus familiares estaban conscientes de que el desenlace podía ser fatal y ella, cuando despertó, estaba segura que estaba muerta. 

“Yo estaba convencida de que había muerto. Cuando me comenzaron a despertar me decían ‘despertate, ya estás bien’, pero yo le decía, ‘no, yo me morí. Yo soñé mi muerte, ya estoy muerta’. Hasta me acuerdo todo el sueño: Ramón y papá me arreglaban la cama y yo les pedía que tiren mis cenizas en el Bolsón, era todo muy real”, recuerda en una charla con ADNSUR.

Silvia junto a Ramón, su esposo desde hace más de 25 años.

A Silvia la vida le pasó por delante en solo seis días. Una falla hepática fulminante la obligó a dejar sus vacaciones en El Bolsón junto a Ramón, su esposo, y regresar de urgencia a Comodoro, para luego viajar a Buenos Aires, sabiendo que la posibilidad de un trasplante era la mejor opción para su cuadro. 

“Estábamos de vacaciones disfrutando del sol y el espacio en la casa, en Mallín Ahogado, cuando empecé a ponerme más oscura”, recuerda junto a ADNSUR al repasar su historia. “Yo culpaba al sol, como estaba todo el tiempo afuera, hasta que detectamos que tenía los ojos amarillos y empezamos a ver otros indicios. Así que urgente me fui a hacer análisis y demás. Repetimos los análisis y la doctora me dijo ‘vení a verme el viernes’, así que fui a verla a la guardia. Me pregunta ‘¿Cómo andás?’, ‘bien’, le digo. ‘Vos decís bien, tus análisis dicen todo lo contrario’, me dice”.

Silvia admite que no entendía qué sucedía. Ella se sentía bien, tenía fuerza y ganas de hacer sus cosas como cualquier día habitual. Sin embargo, su cuerpo decía lo contrario. “Nunca me sentí cansada ni tenía síntomas y ahí vino lo bravo, porque me llamó a otra doctora y me dijo ‘vamos a tramitar la derivación a Esquel’. Yo le dije, ‘no, yo no puedo’, pero me dicen ‘no sabemos cuál es tu situación, que venga alguien de Comodoro a cuidar tu esposo, pero no te podés ir y en la ambulancia tenés que ir sola, él no puede acompañarte’. ‘No’, le dije, ‘por favor, déjenme volver a Comodoro, yo les prometo que me voy a internar enseguida’”.

La promesa no convenció del todo a las doctoras, ella tampoco podía manejar. Sin embargo, en dos segundos encontró una alternativa, alguien que los traiga hasta Comodoro. Así, consiguió autorización para regresar de la cordillera, pero con dos condiciones: no comer nada durante el viaje e ir directo a internarse al Hospital Alvear. 

Esa misma noche, Silvia y Ramón llegaron al centro sanitario de kilómetro 3, sin imaginar que ese sería solo el comienzo de todo. “Jamás imaginé que iba a terminar en un trasplante. Nosotros en la vida siempre hablamos de donar órganos, pero nunca hablamos de recibir. El tema era que el hígado estaba funcionando mal, no lo podían estabilizar. Me acuerdo que el domingo vino el doctor Zanotti. Yo estaba contenta, le digo ‘hay doctor, no sabía que salía a visitar los domingos’. ‘No’, me dijo, ‘pero te vengo a ver a vos para contarte que mañana vamos a tramitar la derivación, te vas a Buenos Aires. Si buscamos avión sanitario va a ser muy complicado, así que vamos a necesitar que vayas en vuelo de línea. Vamos a ver qué dicen allá, pero se habla de que te vas a ir a hacer un trasplante’. 

Silvia admite que para ella era una palabra nueva. Siempre había hablado de donación de órganos pero nunca había pensado en la posibilidad de recibir un trasplante. A la distancia, admite que no dimensionó para nada todo lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, hizo caso y se fue a Buenos Aires junto a su hija, Noelia, haciendo caso a la recomendación del médico. 

“El doctor me dijo ‘camuflate’, estaba caluroso porque era febrero, ‘pero tapate completa porque sino no te dejan viajar’. Me dijo que no reciba nada, que no duerma y yo me caía de sueño. Bajamos, tomamos un taxi al Hospital Italiano y de ahí entré a terapia. Me acuerdo que me dijeron ‘vamos a punzar el hígado’. Eso recuerdo, después no recuerdo muy bien, solo que me pinchaban todo el tiempo, me preguntaban ‘¿qué día es hoy?’, ‘¿cuándo naciste?’ y no podía recordar. Me daba vergüenza no saber qué día era, porque yo trataba de hacer las cosas bien y no podía”.

Finalmente, Silvia entró en coma, esperando la llegada de un hígado que le permita salvar su vida, pero los días pasaban, la respuesta no llegaba y el margen se iba achicando. 

“El viernes la llamaron a Noelia para decirle que ya no había nada más por hacer, que prepare a la familia, me moría. Una prima que estaba volviendo a Comodoro suspendió su regreso para ir a acompañarme, y después me contó que pensaban que me había muerto. Ella había salido a tomar un café con mi hija en la confitería de al frente y cuando volvieron la llamaron a Noelia. Salió en un mar de llanto y creían que me habían muerto, pero no, había aparecido el donante, un chico joven de 24 años de Santiago del Estero”.

Silvia asegura que estuvo allá arriba. Lo sintió y lo soñó. Sin embargo, acá abajo todavía había un capítulo más para su historia.

Silvia junto a Noelia, su hija, quience días después del trasplante.

De espíritu inquieto y actitud positiva, una vez que recuperó su conciencia supo que era momento de volver a casa para volver a estar con Ramón, un veterano de Malvinas que hoy le da pelea al Parkinson. “Yo estaba muy positiva, yo sabía que tenía que volver para estar con Ramón. Creo que ese fue uno de los motivos que hizo que todo se cumpliera, fue eso. Así que dije ‘vamos para adelante’ y comencé la recuperación. Tenía una parálisis en una cuerda vocal y también iba al kinesiólogo. Me la pasaba haciendo los ejercicios, porque sabía que cuanto más haga, más rápida iba a ser mi recuperación. Así que todo lo que me enseñaban lo implementaba”. 

Silvia junto a Ramón y Noelia, su pequeña familia.

Silvia asegura que los golpazos de la vida enseñan a afrontar de forma distinta las dificultades. En su caso, su falla hepática fulminante fue producida por su propio cuerpo, ya que tiene una propia carga autoinmune producto de la enfermedad de Raynaud, que produce que las arterias más pequeñas que suministran flujo sanguíneo a la piel se estrechen como respuesta al frío o al estrés.

Hoy, día a día combate con esta enfermedad que cada vez aparece en forma más frecuente. Pero lejos de quedarse estancada, entre el miedo, el tiempo, y las dificultades, ella elige vivir. Por esa razón, un año después del trasplante, en plena pandemia comenzó a caminar, primero en forma individual y luego con un grupo, descubriendo lo maravilloso del senderismo. 

“Empecé motivada por la doctora porque había engordado mucho y tenía que mantener el peso por el trasplante. Yo comencé a caminar sola, pero veía que las chicas iban a un grupo de tercera edad y pensé que era una buena oportunidad: Le escribí a la profe Pilar Piñero y empecé con ella. Al mes y medio me pasó al grupo de senderismo. Me acuerdo que estaban preparando un viaje al Río Pinturas y yo le dije ‘¿Estoy preparada?’, ‘Sí’, me respondió ‘por eso te estoy ofreciendo la oportunidad’. Y ahí comenzamos con el senderismo. 

Para Silvia fue un camino de ida, el descubrir paisajes que tenía cerca y que siempre miraba a la distancia. “Conocí los cerros de Comodoro que los conocía de lejos nomás, entonces es realmente emocionante caminar. Qué lindo es Comodoro. Aguantaba bien, volvía contenta a la casa. El año pasado, en enero, fui al cerro Perito Moreno, fuimos al glaciar pero no hicimos cumbre, es algo hermoso”.

Silvia encontró en el senderismo una actividad que la hace sentir viva, descubrir paisajes y desafiarse a los 63 años.

La última semana, luego de un receso, Silvia regresó a la actividad con el grupo, sabiendo que dos veces a la semana tendrá actividad vinculada al senderismo. Para ella, es la posibilidad de seguir descubriendo paisajes, pero también mantenerse en movimiento después de todo lo que le sucedió. “Para mí es una felicidad plena, porque llegar a los 63 años y comenzar ese tipo de actividad que jamás en mi vida hice, es algo inimaginable. Nunca hice ninguna actividad. Fui un poquito a yoga cuando recién me trasplanté, los juegos con pelota los esquivo porque tengo miedo e ir a un gimnasio no me gusta, entonces lo mío era caminar. Y es un grupo hermoso donde manejamos el mismo lenguaje, los mismos gustos, porque todos superamos los 60 años y eso une al grupo”.

Silvia y Ramón cuando viajaron a Malvinas, las pequeñas islas del mar austral donde el combatió en 1982.

La charla va llegando a su fin. Silvia hace chistes y cuenta en detalle las tres veces que temió por su vida, por un calefactor, por las olas del mar y por esta falla hepática fulminante. “He tenido muchas escapadas, pero así es la vida”, dice entre risas, sabiendo que se vive día a día, con felicidad y actitud.

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